¡Peste de Huesos!

Silverio Lanza


Cuento


Cuando los reyes eran encarnaciones del alma de sus pueblos, ocurrió lo que voy á referir.

Alejandro II, último príncipe de una dinastía que aún no ha reinado en España, vió morir á su padre en un cadalso (es inútil decir que murió por ser liberal), y soporto resignadamente la crueldad con que se le obligo á presenciar la muerte de su padre.

Cumplió el verdugo con encantadora destreza el inapelable fallo de los caballeros que por aquel entonces se ganaban la vida condenando al prójimo con arreglo á la ley de moda, sin perjuicio de cometer ellos los delitos que se castigaban en las leyes antiguas y los que se castigaron en las leyes posteriores.

Cuando el reo concluyo de pagar todos los tributos que impone el Estado, el príncipe examino la cuerda que suspendía el cadáver del rey, y dijo tranquilamente:

—Con esto no contaba Dios.

Por eso Alejandro II, cuando fué monarca, no quiso serlo por derecho divino; tenía miedo á las herejías del cáñamo.

Como es naiural, los revolucionarios gobernaron pésimamente, y se pensó en la restauración.

La mudanza es el placer de la vida; y la Humanidad sería feliz si las variaciones estuvieran regularizadas legalmente. Yo he obedecido á cuatro reyes, dos regentes, dos repúblicas y un gobierno provisional, y todos me han dado un día de esperanza al llegar, un día de dolor al gobernarme y un día de placer cuando se fueron. Lo mismo me ha ocurrido con mis conocidos y con mis amadas. Pero!cuantos sustos en cada mudanza! Dios, en su infinita sabiduría, regularizo los cambios en la Naturaleza; el invierno se marcha alegre porque sabe que ha de volver, y nosotros le recibimos á gusto porque sabemos que se marchara oportunamente. Por eso dije á ustedes que la mudanza es el placer de la vida, y por eso ustedes y yo nos damos el placer de cambiar de asunto.

Mientras conspiro el príncipe Alejandro, vivió huido y oculto en Andalucía, singularmente en la provincia de Córdoba, donde su realeza hallo ostensible culto en las cabezas de muchos hombres y en los corazones de muchísimas mujeres. El rey fué agradecido á los favores que le habían prodigado los cordobeses; y, al sentarse en el trono, anunció el Gobierno que S. M., huyendo por los olivares de Córdoba en una noche triste, y temeroso de ser reconocido, había clavado en una aceituna el diminuto alfiler terminado por un brillante, que envidiaba el Sol, y que el rey difunto llevaba sobre su pecho en las grandes ceremonias. Añadía el regio pregón que si la alhaja fuese hallada por una mujer, sería esta la reina de España; y si lo fuese por un hombre, sería este el capitán general de los ejércitos, manera atinadísima y consuetudinaria con que en este país se han provisto casi siempre los empleos.

Claro es que los cordobeses no esperaron á que las aceitunas madurasen tanto que cayesen al suelo, y empezaron en seguida la recolección, colocando blancas sabanas bajo los olivos, por si caía á tierra alguna aceituna, cogiendo éstas á ordeño con el mayor cuidado y sin agitar el ramaje, y

—Dispense usted—dijo, interrumpiéndome, el gañán que me oía;—¿cuánto valía entonces el aceite?

—A dos ducados la cantara.

—No lo entiendo.

—Pues 22 reales la arroba.

—Y el pan, ¿á cuanto estaba?

—No lo se; pero el trigo costaba á 680 maravedíes la fanega de Castilla.

—Dígalo usted en castellano.

—A 20 reales la fanega.

—Siga usted contando su cuento.

—Pues bien; después de reconocer las aceitunas, desechando las malas, donde seguramente no estaba el alfiler, se llevaban en seguida al molino, se molían con rapidez y sin miedo, porque se sabía que el brillante no podía romperse, se desmenuzaban tres veces las pastas y se prensaban de nuevo, lavándolas con abundancia y separando las tres clases de aceite, que se filtraban para buscar el deseado brillante.

—Y, diga usted, ¿pareció?

—Nada de eso.

—Pues acabe usted de una vez.

—El brillante no se lo encontró nadie, pero la cosecha fué excelente; los aceites, por su buena calidad, tuvieron un alto precio; y como las plantas no padecieron, hubo al año siguiente una cosecha abundantísima. De modo que todos se encontraron el brillante.

—¡Felices tiempos aquellos! u

—Ahora ocurriría lo mismo.

—No, señor; porque ahora hay muchas posturas y pocos molinos, y no puede hacerse la recolección de esa manera. Ademas, lo que puede encontrarse: en las aceitunas, no son brillantes, sino huesos. Huesos de sequía, huesos de tierra vieja, huesos de contribución, huesos de cartillas: caprichosas; y, si, uno propietario, hallara huesos de rebuscador y de medidor granuja y de aceitunera complaciente; y, si es uno pujarero, huesos de maestro de molino; y una aceitunera, huesos de manigero atigrado; y un rebuscador, huesos de guardia civil. Todo es hueso por todas partes. con hueso se hacen muchas cosas, y se pulen otras, y se fabrican bastantes; cuando estamos cansados decimos que nos duelen los huesos; y cuando un asunto tiene algo malo, eso es el hueso del asunto. Las mujeres, para ser elegantes, se quedan en los huesos, y las cabezas de los sabios parecen calaveras. Ayer fui á comulgar, y en lugar de la hostia, me dió el párroco una ficha del casino, porque el sacristán guardaba en el copón sus ganancias en la timba.

¡Peste de huesos!


Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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