Todo Es Soplar

Silverio Lanza


Cuento


Una tarde me hallaba en el otro mundo reunido con Ornar y Azor ben Azor, el bárbaro que se apoderó del territorio de los Kal Zetines, y fundó el imperio del Infundio, el que más importancia tiene actualmente en Africa, y á donde van los exploradores aficionados á perderse y á otros excesos.

Yo pasaba muchos ratos acompañándome con estos sujetos cuyas opiniones discrepaban bastante de las que tienen mis compatriotas aficionados á la política. Aquellos eran dos soberanos sin trampa ni cartón, y me aprovechaba de sus instintos democráticos para gozar de una conversación con aristócratas de tal fuste.

Ornar nos contaba á menudo las delicias que experimentó sabiendo que por su orden quemaba Amron la biblioteca de Alejandría.

Azor ben Azor, que era un bárbaro de otra especie, se lamentaba de la pérdida de aquellos 700.000 volúmenes.

—Los libros siempre sirven.

—Para nada —respondía Ornar—; ó son iguales al Korán ó contrarios á las verdaderas doctrinas.

—Un libro es la herencia que deja un hombre, y el que supiera todo lo que se ha escrito sería el dueño del mundo.

—Por la cantidad; como sería poderoso quien tuviese todos los pedernales.

—Es que un libro...

—Es siempre una necedad. Para adquirir una idea nueva y hermosa es preciso leer muchos; total: que los libros son las cosas que hacen los hombres que, por su ineptitud ó por su debilidad, no encuentran placer en otras ocupaciones; después de todo, las dos terceras partes de lo que aprende el hombre ni le sirven para morir más tarde ni para vivir mejor.

—Más útiles son los libros que los perros, los caballos y las mujeres.

—¡Qué atrocidad!

—¿Para qué sirven tantos mamarrachos metidos en el harén?

—Para...

—Y para embrutecer al hombre, acostumbrándole al despotismo irracional de la materia.

—No diga usted tonterías.

—Pues me alabo de haber incendiado el serrallo del rey de los Kal Zetines.

—¡Qué lástima!

—Había cuatrocientas mujeres, y todas quedaron carbonizadas.

—¡Qué horror!

—Duró el fuego cinco días, porque el edificio era grande y fue preciso quemarlo por completo para que no se salvase ninguna de aquellas majaderías.

—¡Qué lástima de personal!

—Valía poco; sólo había una inglesa regularcita.

—¿Estaba flaca?

—En los huesos.

—¡Qué asco!

—La mejor, porque parecía un hombre.

—Si yo hubiera estado allí.

—Si yo hubiera estado en Alejandría.

—Es que los libros...

—Es que las hembras...

—¿Qué opina usted, señor Lanza?

—Que los dos han sido ustedes dignos de su tiempo.

—Y ahora seríamos lo mismo.

—Ahora no, porque se hacen otras barbaridades.

—Y usted, ¿cuáles ha hecho?

—Yo nada, ni bueno ni malo, porque he pasado todo mi tiempo gritando.

—Vaya una distracción.

—Grité el año 54, el 56 y el 60, después de la campaña en Africa; el 68, cuando se fueron los Borbones, y el 74 cuando volvieron.

—¿Y nada más?

—Ha sido la mayor emoción de mi vida.

—Si hubiera usted vivido con nosotros.

—¿Qué hubiera usted hecho, Sr. Lanza?

—Figúrese usted en el incendio de la biblioteca.

—O cuando se abrasaban las cuatrocientas mujeres.

—¿Qué hubiera usted hecho?

—Pues hubiera soplado, porque los hombres de mi época sólo sirven para echar aire.


Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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