Edipo en Colono

Sófocles


Teatro, Tragedia, Tragedia griega



Personajes

EDIPO
ANTÍGONA, hija de Edipo
ISMENA, hija de Edipo
TESEO, rey de Atenas.
POLINICIO, hijo de Edipo.
CREÓN
UN COLONENSE
UN MENSAJERO
EL CORO, compuesto de ancianos colonenses.

Acto primero

Escena I

EDIPO, ANTÍGONA

Edipo:
Hija de un anciano ciego, Antígona, ¿a qué lugar, a qué ciudad hemos llegado al fin? ¿De qué mano Edipo errante podrá hoy recibir algunos pequeños socorros? Pidiendo poco, obteniendo aún menos, estoy satisfecho de lo que me dan; mi infortunio, el tiempo y mi valor me han enseñado a no desear más. Sin embargo, hija mía, si me encontrases un sitio en que me pudiera sentar, ya junto a algún bosque consagrado a los dioses, ya en otra parte, condúceme allí, haz reposar allí a tu padre, a fin de saber dónde estamos. Extranjeros, debemos interrogar a los ciudadanos y hacer lo que nos indiquen.

Antígona:
Desgraciado Edipo, padre mío, si he de dar crédito a mis ojos, advierto a lo lejos murallas que circundan una ciudad. El lugar donde estamos es sagrado, a juzgar por el laurel, la vid y el olivo, profusos en él, y donde los ruiseñores abundan y hacen oir sus cantos melodiosos. Descansad sobre esta piedra que el arte no ha pulido. La jornada que acabáis de hacer es harto larga para vuestros años.

Edipo:
Ayúdame, hija mía, a sentarme, y guarda a un desgraciado privado de la luz del día.

Antígona:
Dado el tiempo que os sirvo, no ignoro los socorros de que tenéis necesidad.

Edipo:
¿Puedes, pues, decirme a qué lugares hemos llegado?

Antígona:
La ciudad es Atenas, pero el lugar lo ignoro.

Edipo:
Todos los viajeros nos han hablado de esa ciudad.

Antígona:
¿Queréis que vaya a preguntar el nombre del lugar?

Edipo:
Sí, hija mía, si en efecto está habitado.

Antígona:
Lo está sin duda, y espero no tener necesidad de cerciorarme, pues veo a un hombre no lejos de aquí.

Edipo:
¿Viene hacia aquí o se aleja?

Antígona:
Está aquí mismo, vedle; decidle lo que creáis conveniente.

Escena II

Los precedentes, un COLONENSE

Edipo:
Extranjero, por lo que acabo de oir a la persona cuya vista suple a la mía, venís aquí muy a propósito para decirnos lo que ignoramos.

El colonense:
Antes de interrogarme, dejad el asiento en que descansáis; estáis en un lugar sagrado cuyo acceso no está permitido.

Edipo:
¿Qué lugar es éste? ¿A qué divinidad está consagrado?

El colonense:
Es un lugar que no puede habitarse, al que uno no puede aproximarse; está bajo el poder de las divinidades terribles hijas de las tinieblas y de la tierra.

Edipo:
¿Qué divinidades? Yo quisiera saber su respetable nombre.

El colonense:
El pueblo aquí las llama las Euménides, que lo ven todo; en otras partes les dan otros nombres.

Edipo:
Acójanme con ojos favorables, como su suplicante. Esta tierra será mi asilo y yo no saldría ya de ella.

El colonense:
¿Qué anuncian esas palabras?

Edipo:
Todo mi infortunio.

El colonense:
Puesto que es así, no tendré la osadía de arrancaros de este lugar sin haber consultado a la ciudad y preguntado lo que debo hacer.

Edipo:
Extranjero, en nombre de los dioses, no desdeñéis a un desgraciado que os suplica y que quiere ser enterado por vuestra boca.

El colonense:
Preguntad; no tendréis que quejaros de mi negativa.

Edipo:
¿Cuál es, pues, en fin, el lugar donde estamos?

El colonense:
Os diré todo lo que sé. Este lugar es enteramente sagrado: el venerable Poseidón reina en él, lo mismo que el dios a quien deben el fuego los humanos, el titán Prometeo. Los campos vecinos se glorían de pertenecer a Colona y llevan su nombre. El suelo que pisas se llama el umbral de bronce de Atenas. Tales son estos lugares menos célebres en tierra extraña que aquí respetables.

Edipo:
¿Están habitados?

El colonense:
Sin duda; y los habitantes han tomado el nombre de su dios.

Edipo:
¿El poder soberano está en manos de uno sólo o de la multitud?

El colonense:
Esta comarca está sometida al rey que reina en Atenas.

Edipo:
¿Quién es el príncipe que reina por la justicia y la firmeza?

El colonense:
Se llama Teseo; Egeo era su padre.

Edipo:
¿Quién de vosotros podría servirnos de mensajero cerca de él?

El colonense:
¿A qué habría que disponerle? ¿Qué habría que decirle?

Edipo:
Que puede ser para él muy ventajoso prestarnos un pequeño socorro.

El colonense:
¿Y qué ventaja puede proporcionarle un hombre privado de la luz?

Edipo:
Nuestras palabras no lo están.

El colonense:
Ved, extranjero, lo que, por vuestro interés, me atrevo a aconsejaros, pues a pesar de vuestra miseria, vuestro exterior anuncia un hombre de condición distinguida: seguid donde estáis hasta que yo pueda informar de lo que me habéis dicho, no a los habitantes de la ciudad, sino a los de estos campos. Ellos por sí solos juzgarán si debéis dejar ese lugar o si podéis quedaros en él.

Escena III

EDIPO, ANTÍGONA

Edipo:
Hija mía, ¿ha partido ese extranjero?

Antígona:
Ha partido; estoy sola a la sazón con vos, padre mío, y podéis hablar en libertad.

Edipo:
Venerables Euménides, ya que mis pasos se han detenido en vuestra morada en cuanto he llegado a esta comarca, no hagáis traición a mis deseos y a los de Apolo que, anunciándome todos los males que he sufrido, me dijo que tras largo tiempo yo hallaría su término al llegar a esta tierra; que mi desgraciada vida acabaría en el momento en que yo llegase a la morada de las respetables diosas; que, proporcionando gran ventaja a los que me recibieran, atraería una gran desgracia sobre quienes me hubieran echado, y que rayos, relámpagos, temblores de tierra, me anunciarían el cumplimiento de su oráculo. Tengo motivos para creer que un augurio favorable de vuestra parte me ha conducido a este bosque; nunca, sin ello, os hubiese yo encontrado aquí las primeras, a vosotras que no queréis vino en vuestros sacrificios, yo que no puedo tenerlo para subsistencia; nunca me hubiera sentado en este asiento tosco y respetable. No desmintáis, oh diosas, las promesas de Febo; y si, entregado a los males más crueles que ha padecido nunca hombre alguno, creéis que he sufrido ya bastante, oh favorables hijas de las antiguas tinieblas, y vos la más ilustre de las ciudades, llamada la ciudad de Palas, Atenas; tened piedad de este miserable fantasma de Edipo, porque su cuerpo no es nada de lo que fué un día.

Antígona:
Guardad silencio, padre mío; veo algunos ancianos dirigirse aquí, como para descubrir donde estáis.

Edipo:
Me callo; pero guía mis pasos fuera del camino. Ocúltame en la espesura del bosque, para que pueda oir lo que digan; pues así puedo enterarme de lo que debo.

Escena IV

El Coro

Ved quién es; dónde está; dónde podemos encontrar a ese desterrado, el más audaz de los mortales. Mirad, buscad, llamad por doquier; es un anciano errante, fugitivo, extranjero, sin duda, en estos lugares; de otro modo, ¿hubiera osado penetrar en ese bosque vedado a los humanos, en la morada de las invencibles diosas que nombramos temblando, ante las que pasamos, sin osar mirarlas, sin proferir palabra y no permitiéndonos sino la voz interior de un pensamiento de buen agüero? A ese asilo, no obstante, diz que un hombre impío ha dirigido sus pasos. En vano miramos alrededor del bosque. Inquirimos dónde puede estar y no podemos descubrirlo.

Escena V

EDIPO, ANTÍGONA, el Coro

Edipo:
Aquí estoy, soy yo; porque infiero de vuestras palabras que es a mí a quien buscáis.

El Coro:
Dioses, su aspecto es horrible, su voz es espantosa.

Edipo:
¡Os conjuro a ello, no me creáis un hombre que desprecia las leyes!

El Coro:
¡Piadoso Júpiter! ¿Qué anciano es éste?

Edipo:
Éforos de esta comarca, no es un mortal que pueda congratularse de su fortuna, como veis; de otra suerte, yo no tendría que recurrir a ojos extraños para conducirme, y la fuerza no estaría bajo la guarda de la debilidad.

El Coro:
¡Cielos, sin vista y bajo la fuerza de un mal sino desde la niñez, seguramente muy lejana! Pero en lo que depende de nosotros, no añadiréis a vuestros males los de las imprecaciones a que os exponéis. Avanzáis demasiado, anciano infeliz, evitad el entrar en ese bosque silencioso, en esa pradera verdeante por donde corre un arroyo cuya linfa clara sirve para llenar las cráteras destinadas a las libaciones. Basta, retiraos... Poneos a gran distancia. Extranjero desgraciado, ¿no oís? Si tenéis algo que decirnos, dejad ese asilo vedado a los mortales; venid a este lugar abierto a todos y podréis hablarnos. Hasta ese momento, callad.

Edipo:
¿Qué tengo que hacer, hija mía?

Antígona:
Conformaros con lo que quieren estas gentes, ceder voluntariamente y sin violencia... Dadme la mano.

Edipo (A Antígona saliendo del bosque.):
Hela aquí... Extranjeros, voy a dejar este lugar; me abandono a vosotros; no me traicionéis.

El Coro:
No, no, anciano, no temáis que nadie ahora os arranque de aquí a pesar vuestro.

Edipo:
¿Sigo avanzando?

El Coro:
Acercaos más.

Edipo:
¡Más aún!

El Coro:
Hacedle avanzar, muchacha; ¿no oís?

Antígona:
Seguidme, padre mío, seguidme; por muy débil que estéis, id adonde os conduzco... Desgraciado padre, extranjero en una tierra extraña; tened valor de evitar lo que el ciudadano odia y de respetar lo que ama.

Edipo:
Condúceme, hija mía, condúceme... no combatamos contra la necesidad; vamos adonde el respeto de los dioses nos llama y a donde podamos escuchar y ser escuchados.

El Coro:
Deteneos ahí, y guardaos de poner los pies fuera de esa roca que limita el camino.

Antígona:
¿Aquí?

El Coro:
Ahí mismo. Basta.

Edipo:
¿Puedo sentarme?

El Coro:
Subid oblicuamente y colocaos con suavidad en lo alto de la roca.

Antígona:
Ese cuidado me está reservado a mí, padre mío; a mí me toca conduciros suavemente y paso a paso. Apoyad vuestro cuerpo cargado de años en la mano de una hija querida.

Edipo:
¡Oh destino cruel!

El Coro:
Ahora estáis sentado, infortunado; decidnos cuál es vuestra sangre, decidnos quién sois, decidnos cuáles son vuestras desgracias y cuál es vuestra patria.

Edipo:
Extranjeros, no tengo patria; pero por favor...

El Coro:
¿Qué decís, anciano?

Edipo:
Por favor, una vez más, no me preguntéis quién soy; no me sigáis interrogando.

El Coro:
¿Por qué?

Edipo:
¡Nacimiento funestísimo!

El Coro:
Hablad.

Edipo (A Antígona.):
¡Oh hija mía! ¿Qué diré?

El Coro:
Extranjero, ¿cuál es vuestra sangre; quién era vuestro padre?

Edipo:
¡Cielos! Hija mía, ¿qué debo hacer?

Antígona:
Hablad, no podéis resistiros más.

Edipo:
Voy a hablar, pues. ¿Cómo podría permanecer desconocido?

El Coro:
¡Cuánta dilación! ¿Queréis explicaros?

Edipo:
¿Conocéis al hijo de Layo?

El Coro:
¡Cielos!

Edipo:
¿El sobrino de los Labdácidas?

El Coro:
¡Zeus!

Edipo:
¿El desgraciado Edipo?

El Coro:
¡Cómo! ¿Sois vos?

Edipo:
No os asustéis de lo que os digo.

El Coro:
¡Oh, oh!

Edipo:
¡Infortunado!

El Coro:
¡Oh, oh!

Edipo:
Hija mía, ¿qué va a suceder?

El Coro:
Salid, salid de este país.

Edipo:
¿De ese modo cumplís las promesas que me habéis hecho?

El Coro:
No hay castigo de las furias para quien devuelve al ofensor las ofensas que ha recibido de él. El engañador merece ser engañado a su vez y no debe esperar sino ultrajes en vez de reconocimiento. Dejad, pues, ese asiento, salid de esta tierra que habitamos y no atraigáis sobre nuestra ciudad nuevas desgracias.

Antígona:
Virtuosos extranjeros, ya que no podéis soportar la presencia de mi padre, de este anciano ciego y desgraciado de quien conocéis ya los errores involuntarios, tened al menos piedad de una hija infortunada; por él, por mi padre, os imploro. Sí, os invoco, os pido, como vuestra propia hija, clavando en vuestros ojos mis ojos abiertos a la luz, que concedáis a este desgraciado anciano algunos sentimientos de consideración; nuestra suerte está en vuestras manos, como en las de un dios. Dignaos, dignaos, con un signo de asentimiento, concedernos la gracia inesperada que mi voz pide, haciendo hablar en su favor cuanto pueda conmoveros más, el nombre de hija, la razón, la necesidad, los dioses. ¿Quién, cuando un dios le arrastra, puede evitar el golpe que le prepara?

El Coro:
Hija de Edipo; enternecidos por vuestras desgracias, os compadecemos igualmente a uno y otro; pero el temor de los dioses nos impide cambiar nada de lo que hemos determinado contra vosotros.

Edipo:
¿Qué socorro; qué bien habrá que esperar nunca de una reputación vana y una gloria usurpada? He aquí a Atenas, tenida por tan religiosa, por la única ciudad celosa de amparar a un extranjero desgraciado, por la única capaz de socorrerle. ¿En qué han quedado para mí tales virtudes cuando, arrancándome del asiento donde descansaba, me echáis de vuestra patria sólo por el temor que os inspira mi nombre? Pues no es mi cuerpo quien os lo inspira, ni tampoco mis acciones, dado que de las acciones que me echáis en cara soy harto menos el autor que la víctima. Si, en efecto, las que conciernen a mi padre y mi madre causan vuestra indignación contra mí, por lo que he podido juzgar, ¿de qué crimen podía ser realmente culpable, yo que, sin saberlo, no he hecho sino devolver lo que se me había hecho sufrir y que hasta si hubiera obrado a propósito hubiera podido no pasar por criminal? He llegado, sin saberlo, al término a que mi suerte me ha conducido; pero los que querían mi pérdida bien sabían lo que hacían conmigo. Así, pues, extranjeros, os imploro en nombre de los dioses; salvadme, como me lo habéis prometido; y, honrando a los dioses, guardaos de creer que no son sino un destino ciego; creed por el contrario que tienen siempre los ojos puestos en los justos y en los impíos y que entre los que les desafían no hay nadie que pueda eludirles. No empañéis, pues, el brillo de la feliz ciudad de Atenas entregándoos a acciones impías; sino, fieles a vuestras promesas, defended, proteged a un suplicante que ha fiado en vuestra palabra; que el estado horrible en que me presento a vuestros ojos no os autorice para rechazarme. Vengo, protegido por la religión y los dioses, a reportar un gran favor a esta ciudad; y, cuando el que reina en esta tierra, sea quien sea, esté presente, lo oiréis, lo sabréis todo; cesad hasta tal momento de usar de rigor conmigo.

El Coro:
No podemos evitar, oh anciano, que vuestras razones nos conmuevan, tanta hay en vuestras palabras; pero es preciso que los que mandan en esta comarca se enteren como nosotros.

Edipo:
¿Y dónde está el que aquí gobierna?

El Coro:
En la ciudad patrimonio de sus padres. El mensajero que nos ha hecho venir ha partido en su busca.

Edipo:
¿Creéis que tendrá algún miramiento, alguna consideración para un ciego infortunado y que consentirá gustoso en venir?

El Coro:
Sin duda, desde el momento en que oiga vuestro nombre.

Edipo:
¿Y por quién podrá saberlo?

El Coro:
El camino es largo; pero las palabras de los viajeros circulan con rapidez. Las oirá; vendrá al punto, no lo dudéis, anciano, pues vuestro nombre ha resonado por doquier, aun cuando el sueño gravitase sobre sus sentidos. Teseo, despertado por ellas, se apresuraría a venir.

Edipo:
¡Quiera el cielo que venga bajo auspicios favorables, para su patria al par que para mí! Pues no hay hombre, por virtuoso que sea, que se olvide de su interés.

Antígona:
¿Qué debo pensar, por Zeus, padre mío? ¿Qué debo decir?

Edipo:
Cara Antígona, hija mía, ¿qué os sucede?

Antígona:
Veo venir hacia nosotros una mujer montada en un corcel soberbio, un casco a la manera tesaliana cubre su cabeza y sombrea su frente... ¿Qué creer? Será... No..., mi espíritu no acierta... Yo aseguraría..., pero no... No sé qué decir. Desgraciada, no puede ser otra... A medida que se aproxima la alegría brilla en sus ojos, me sonríe. ¿Cómo dudar que es a Ismena a quien veo?

Edipo:
¿Qué decís, hija mía?

Antígona:
Que es a vuestra hija, mi hermana Ismena, a quien diviso; el sonido de su voz puede ahora confirmároslo.

Escena VI

Los precedentes, ISMENA

Ismena:
¡Dulce momento en que puedo ver y oir a un tiempo a un padre y a una hermana queridos! ¡Cuántos trabajos para encontraros, cuántos trabajos para volver a veros!

Edipo:
Hija mía, ¿sois vos?

Ismena:
¡Oh desgraciado padre!

Edipo:
¡Oh sangre de mi sangre, hija mía!

Ismena:
¡Oh ternuras desgraciadas!

Edipo:
¿Vos aquí, hija mía?

Ismena:
No sin grandes trabajos.

Edipo:
Querida hija, abrazad a vuestro padre.

Ismena:
Mis brazos os estrechan a ambos.

Edipo:
¿A Antígona y a mí?

Ismena:
Unen a tres desgraciados.

Edipo:
¿Y qué motivo os trae?

Ismena:
Algo que os atañe.

Edipo:
¿Me echabas de menos?

Ismena:
Tenía para vos noticias de que vengo a daros parte, no teniendo conmigo otro servidor fiel.

Edipo:
Y vuestros hermanos, ¿dónde están, ellos a quien la juventud habilita para los trabajos?

Ismena:
Donde quiera que estén, están en una cruel situación.

Edipo:
¡Cómo recuerdan sus costumbres y su carácter los antiguos usos de Egipto, donde los hombres, retirados en el interior de sus casas, manejaban el huso, mientras sus mujeres iban a buscar fuera cuanto era necesario para la nutrición de sus esposos! Así, hijas mías, vuestros hermanos, en lugar de echar sobre sus hombros, como debían, los cuidados que pesan sobre vosotras, permanecen tranquilamente guardando su casa, al modo de mujeres, mientras una y otra os ocupáis por ellos en el alivio de mis males. Una, desde el momento que salió de la infancia, y que adquirió la fuerza de la juventud, fugitiva y desgraciada conmigo, ha sido el guía de mi vejez; con frecuencia en los bosques más salvajes, errante, sin aliento y casi sin vestidos, expuesta a los ardores del sol, a las inclemencias del aire, doliente, extenuada, prefiere a los festines que hubiera tenido en su hogar la felicidad de procurar algún sustento a su padre. Vos, hija mía (a Ismena), vos habéis ya venido, a hurto de los tebanos, a anunciar a vuestro padre lo dicho por los oráculos sobre la suerte de este cuerpo infeliz. Me habéis fielmente acompañado al ser echado de mi patria, y ahora, Ismena, ¿qué venís a decirme, qué designio os ha sacado de vuestra morada? Porque, harto lo sospecho, no habéis venido sin motivo y sin alguna terrible noticia que darme.

Ismena:
No os diré, padre mío, cuánto he sufrido buscando el lugar donde podíais haberos retirado; no quiero, con un relato aflictivo de mis trabajos, sufrir de nuevo su amargura; vengo a informaros de los males que amenazan hoy a vuestros dos desgraciados hijos. Parecían al principio no tener otro deseo que abandonar el trono a Creón, y no mancillar su patria, considerando el estigma de su raza y los males horribles caídos sobre vuestra casa; ahora, impelidos por los dioses y por un genio perverso, por una ambición funesta, esos infortunados se disputan el trono. El más joven ha despojado de él a Polinicio, que tenía la ventaja de la edad; le ha echado de su patria. Polinicio, según es público, ha elegido a Argos para retiro; allí forma una nueva alianza; allí reúne un ejército que interesa en su causa, sea para castigar a la ciudad de Cadmo, ya para elevar hasta el Cielo la gloria de Argos. No son amenazas prodigadas en vano, padre mío, sino preparativos temibles. No sé cuándo los dioses se apiadarán de vuestras desgracias.

Edipo:
¿Cómo? ¿Tenéis ya alguna esperanza de que los dioses se dignen parar mientes en mí y ocuparse de mi dicha?

Ismena:
Sí, sin duda, padre mío, y varios oráculos lo afirman.

Edipo:
¿Qué oráculos son esos, hija mía? ¿Qué predicen?

Ismena:
Que aquí mismo, en vuestra vida y después de vuestra muerte, los pueblos os buscarán para su propia seguridad.

Edipo:
¿Y qué socorro podría esperarse de un mortal en el estado en que yo estoy?

Ismena:
En vos sólo, dicen, residen sus fuerzas.

Edipo:
¿Acaso, porque no soy ya nada, me convierto en un hombre importante a sus ojos?

Ismena:
Los dioses os ensalzan después de haberos abatido.

Edipo:
No es fácil ensalzar en la vejez lo que fué abatido en la juventud.

Ismena:
Sabed, sin embargo, que para aprovechar esos oráculos, Creón no tardará en venir.

Edipo:
¿Qué quiere hacer, hija mía? Explicadme.

Ismena:
Estableceros cerca de la tierra de Cadmo, para que los tebanos os tengan en su poder, sin permitiros, no obstante, franquear los límites de su país.

Edipo:
¿Y qué ventaja les reportará dejarme a sus puertas?

Ismena:
Vuestra tumba sería en otra parte un peso funesto que gravitaría sobre ellos.

Edipo:
Un dios, sin duda, les ha revelado esos secretos; ¿cómo ellos por sí solos hubieran podido penetrarlos?

Ismena:
Por eso quieren llevaros cerca de su ciudad y no permitiros disponer de vos.

Edipo:
¿Pero sin duda, se servirán de la tierra de Tebas para cubrir mi cuerpo?

Ismena:
Padre mío; la sangre paterna que vertisteis se opone a ello.

Edipo:
No se opondrá, al menos, a que nunca puedan apoderarse de mí.

Ismena:
He aquí lo que les pesará a los tebanos.

Edipo:
¿Por qué, hija mía?

Ismena:
Por efecto de vuestra cólera, cuando se acerquen a vuestra tumba.

Edipo:
¿Eso que anunciáis, hija mía, por quién lo sabéis?

Ismena:
Por los mismos que venían de consultar al oráculo de Delfos.

Edipo:
¿Es, pues, eso lo que Febo ha pronunciado sobre mí?

Ismena:
Es lo que han referido los que de Delfos han venido a los campos tebanos.

Edipo:
¿Alguno de mis hijos ha oído esos relatos?

Ismena:
Los han oído perfectamente uno y otro.

Edipo:
¿Y los pérfidos, no obstante, enterados por el oráculo han antepuesto el deseo de reinar al deseo de volver a verme?

Ismena:
Ved lo que no puedo oir sin rubor, y sin embargo, no puedo negar.

Edipo:
¡Que los dioses no extingan nunca el odio fatal que les divide! Si de mí dependiese el fin de la guerra que acaba de armar al uno contra el otro, ni el que tiene actualmente el cetro lo seguiría poseyendo ni el que ha salido de Tebas podría jamás volver a ella. Ambos, en vez de protegerme, en vez de retenerme, a mí que era su padre, cuando fuí, con tanto oprobio, echado de mi patria, contribuyeron a mi destierro y lo confirmaron con un decreto. Diréis que, en verdad, Tebas no hizo sino concederme lo que había pedido yo mismo. No, ciertamente, ya que en el fatal día en que mi furia me hacía desear la muerte, la lapidación, no hubo nadie que quisiera concederme tal gracia. Sólo después de cierto tiempo, cuando mis dolores se hubieron aliviado un poco, cuando empecé a percatarme de que mi extravío había castigado harto severamente mis faltas, sólo entonces sirvieron éstas de pretexto a los tebanos para expulsarme indignamente; y no obstante, mis hijos, que podían socorrer a su padre, le negaron su ayuda y me vi obligado a partir lejos de mi patria, fugitivo y miserable, a sufrir un destierro que una palabra de su boca hubiera podido evitarme. Sólo vosotras, hijas mías, en la medida que la debilidad de vuestro sexo os lo ha permitido, sólo vosotras me habéis proporcionado el sustento, la seguridad y todos los socorros que le es dable esperar a un padre, mientras que mis hijos no pensaban sino en apoderarse de mi cetro y en reinar en mi lugar. Pero nunca me tendrán por defensor, nunca el trono usurpado será una ventaja para ellos. He aquí lo que los oráculos, traídos por Ismena, me han hecho saber y las antiguas predicciones de Apolo confirman en mi pensamiento. Ahora que envíen a buscarme aquí a Creón o a cualquier otro de los poderosos de la ciudad: extranjeros, si con las venerables diosas que aquí presiden os dignáis prestarme vuestra ayuda, sabed que adquiriréis conmigo un poderoso escudo para vuestra ciudad y un azote para vuestros enemigos.

El Coro:
¡Bien merecéis, Edipo, tanto vos como vuestras hijas, que nos interesemos por vuestras desgracias! Ya que os anunciáis como el salvador de esta comarca, vamos a aconsejaros lo que debéis hacer.

Edipo:
Amigos míos, dadme esos consejos hospitalarios; estoy pronto a seguirlos.

El Coro:
Comenzad por purificaciones en honor de las diosas de las que habéis empezado por invadir la morada y de las que vuestros pies han hollado el suelo sagrado.

Edipo:
¿Y de qué modo haré esas purificaciones? Extranjeros, dignaos decírmelo.

El Coro:
Id, por de pronto, con mano respetuosa a esa fuente sagrada, que no se agota nunca, por agua pura para vuestras libaciones.

Edipo:
¿Y cómo podré coger tal agua?

El Coro:
Encontraréis cráteras que son obra de un hábil artista. Os las pondréis sobre la cabeza, y el asa doble de su abertura...

Edipo:
¿Con qué las cubriré? ¿Con ramas o con lana?

El Coro:
Con el vellón nuevo de un corderillo.

Edipo:
Bien. ¿Qué haré después?

El Coro:
Os volveréis hacia donde se levanta la aurora y haréis vuestras libaciones.

Edipo:
¿Las haré con las cráteras de que habláis?

El Coro:
Las haréis con tres vasos primero, y el cuarto lo derramaréis entero.

Edipo:
¿De qué lo llenaré? Acabad de enterarme.

El Coro:
De hidromiel; guardaos de mezclar vino.

Edipo:
Y cuando la tierra esté mojada con tales libaciones...

El Coro:
Tomad en vuestras manos tres veces nueve ramas de olivo y pronunciad las plegarias...

Edipo:
¿Qué plegarias? Ardo en deseos de oirlas; son importantes para mí.

El Coro:
«Diosas a quienes llamamos Euménides, recibid con benevolencia digna de vuestro nombre a un suplicante que os pide gracia.» Pero vuestra plegaria, si la pronunciáis vos mismo o si otro la pronuncia, no lo sea en voz alta, para que no pueda ser oída. Retiraos luego lentamente y sin volver la cabeza. Si seguís nuestros consejos, nos encontraremos confiados junto a vos; de otra suerte, extranjero, tememos mucho por vuestra vida.

Edipo:
Ya oís, hijas mías, lo que los habitantes de esta tierra nos recomiendan.

Antígona e Ismena (A la vez.):
Lo hemos oído; ordenad. ¿Qué hay que hacer?

Edipo:
En mi doble privación de mis fuerzas y de mis ojos, no puedo ir adonde me mandan. Que una de vosotras vaya a cumplir esos deberes por mí; pues una sola equivale a mil si su corazón está bien dispuesto. Pero una u otra apresuraos y cuidad de no dejarme solo. ¡Qué sería de mí, abandonado, sin guía y sin apoyo!

Ismena:
Bien; yo me encargaré de lo tocante a esas libaciones; sólo ignoro el sitio adonde he de ir, y eso es lo que deseo saber.

El Coro:
Al otro lado del bosque, de ese bosque que veis. Si necesitáis algún otro indicio, los habitantes del lugar podrán proporcionároslo.

Ismena:
Iré, pues, Antígona, mientras vos cuidáis de nuestro padre; cuando los autores de nuestros días nos causan alguna molestia, hay que sufrirla y olvidarla.

Escena VII

El Coro, EDIPO, ANTÍGONA

El Coro:
Es, sin duda, una crueldad despertar vuestros dolores adormecidos por el tiempo, extranjero, y no obstante, ardemos en deseos de interrogaros.

Edipo:
¿Sobre qué?

El Coro:
Sobre el deplorable e irremediable infortunio en que os halláis.

Edipo:
En nombre de la hospitalidad que recibo de vosotros, no hagáis abrirme mis heridas. Cuanto me ha sucedido es horrible.

El Coro:
Y no obstante, extranjero, ardemos en deseos de oir un relato largo y fiel de tales acontecimientos.

Edipo:
¡Ay!

El Coro:
Concedednos ese favor; os lo suplicamos.

Edipo:
¡Ay! ¡Ay!

El Coro:
Atended a nuestra súplica; nosotros hemos atendido a las vuestras.

Edipo:
Los crímenes que me mancillan, el cielo es testigo, han sido involuntarios; mi voluntad no ha tenido parte en ellos.

El Coro:
¿Cómo?

Edipo:
Tebas, sin saber el himeneo a que me sometía, me cargó, con sus lazos funestos, de una cadena de infortunios.

El Coro:
¿Fué, pues, con vuestra madre, como se dice, con quien contrajisteis ese himeneo execrable?

Edipo:
¡Ay de mí! La muerte, extranjeros, no es más terrible que estos relatos. Las dos hermanas que veis lo son mías.

El Coro:
¿Qué decís?

Edipo:
Son mis hijas; ambas nacidas de mi crimen.

El Coro:
¡Oh Zeus!

Edipo:
Fueron concebidas en el mismo seno que yo.

El Coro:
¿Son, pues, a la vez, hijas y hermanas de su padre?

Edipo:
¡Ay!

El Coro:
¡Mil veces ay!

Edipo:
Cuanto puede darse de más horrible...

El Coro:
¿Lo habéis sufrido?

Edipo:
Lo he sufrido para recordarlo siempre...

El Coro:
¿Lo habéis cometido?

Edipo:
No lo he cometido.

El Coro:
¿Cómo?

Edipo:
¡Infeliz de mí! Recibí de Tebas lo que nunca hubiera debido aceptar.

El Coro:
¡Desgraciado! ¿Asesinasteis...?

Edipo:
¡Ah! ¿Qué más decís? ¿Qué queréis que os diga?

El Coro:
¿A vuestro padre?

Edipo:
Basta; son nuevos golpes con que desgarráis mi herida.

El Coro:
¿Lo matasteis?

Edipo:
Lo maté... y no obstante no fué...

El Coro:
¿Qué vais a decir?

Edipo:
No fué injustamente.

El Coro:
¿Cómo?

Edipo:
Voy a explicarme; no creí luchar sino con extranjeros. La ignorancia en que estaba de mi crimen me purifica a los ojos de la ley.

El Coro:
Mas he aquí a nuestro rey; he aquí a Teseo, a quien vuestro nombre atrae junto a vos.

Acto segundo

Escena I

El Coro, TESEO, EDIPO, ANTÍGONA

Teseo:
He oído tantas veces, hasta hoy, hijo de Layo, relatar de qué modo horrible habéis perdido la vista, que os reconozco sin trabajo, y completan mi noción de eso los relatos que me han hecho en el camino. Vuestros vestidos, la miseria pintada en vuestro rostro, harto me dicen quién sois, desgraciado Edipo. Apiadado de vuestra suerte, quiero interrogaros. Decidme qué socorros esperáis de mí y de esta ciudad, para vos y para la infortunada que os conduce. Sería necesario que lo que pedís fuera muy difícil para que yo no pudiera concedéroslo. Me acuerdo demasiado de que, como vos, fuí en otro tiempo extranjero y desgraciado. He visto juntarse sobre mi cabeza cuantos males pueden asediar a un hombre en una tierra lejana de su patria. ¿Cómo podría yo negarme a socorrer a un extranjero tan infortunado como vos? ¿No sé que soy mortal y que no tengo más derecho que vos al día venidero?

Edipo:
Teseo, la generosidad de vuestra alma harto se muestra en vuestras breves palabras para que yo pueda ahorrarme el hablar largamente. Sabéis quién soy, quién fué mi padre, qué patria he dejado; sólo me resta deciros lo que deseo, y todo estará dicho.

Teseo:
Explicadme lo que queréis; hacédmelo saber.

Edipo:
Vengo a traeros como presente este cuerpo miserable, cuyo aspecto no tiene nada que lo haga codiciable; pero las ventajas que os ha de proporcionar valen mucho más que los dones de la hermosura.

Teseo:
¿Y qué ventaja pensáis proporcionarnos?

Edipo:
No es ahora cuando podéis saberlo; el tiempo os lo enseñará.

Teseo:
Y ¿cuándo se manifestará la utilidad de vuestro presente?

Edipo:
Cuando haya muerto y vos me hayáis enterrado.

Teseo:
Habláis del término de vuestra vida; ¿habéis olvidado el intervalo que os separa de él aún, o no le dais importancia?

Edipo:
Lo tengo muy presente en mi petición.

Teseo:
Pero la gracia que me pedís es poca cosa.

Edipo:
¡Tened cuidado! Una gran lucha...

Teseo:
¿Qué lucha? ¿Por parte de vuestros hijos o por mi parte?

Edipo:
Vendrán mis hijos a obligarme a volver junto a ellos.

Teseo:
Si lo quisieran, haríais mal en huirles.

Edipo:
Pero cuando yo quería seguir a su lado no lo permitieron.

Teseo:
¡Hombre imprudente! El resentimiento cuadra mal en el infortunio.

Edipo:
Cuando yo os haya enterado, dadme vuestros consejos; hasta entonces suspendedlos.

Teseo:
Enteradme. No debo, en efecto, hablar sin previo examen.

Edipo:
Teseo, he sufrido desgracias sobre desgracias.

Teseo:
¿Habláis de las antiguas calamidades de vuestra raza?

Edipo:
No, sin duda; todos los griegos han hablado harto de ellas.

Teseo:
¿Qué habéis, pues, sufrido por encima de los infortunios ordinarios?

Edipo:
Vedlo. He sido desterrado de mi patria por mis propios hijos; y como matador de mi padre, me está vedado tornar a ella.

Teseo:
¿Pero cómo os llamarían si quisieran vivir lejos de vos?

Edipo:
La voz de un oráculo les fuerza a ello.

Teseo:
¿Qué temor les inspira ese oráculo?

Edipo:
Encontrar en esta tierra su aniquilamiento.

Teseo:
¿Y cómo mi patria llegaría a ser para ellos motivo de amargura?

Edipo:
Caro y digno hijo de Egeo, sólo los dioses están exentos de la vejez y de la muerte: todo lo demás está bajo el poder invencible del tiempo. La fecundidad de la tierra acaba; el vigor del cuerpo desaparece; la amistad muere; la enemistad crece en su lugar. El mismo espíritu no une siempre a las ciudades ni a los amigos. Lo que les encantaba un tiempo después les disgusta, para volver luego nuevamente a gustarles. Si la paz reina ahora entre Tebas y vosotros, el tiempo en su curso dará origen a una larga serie de días y de noches en que, con fútiles pretextos, Tebas destruirá por el hierro la concordia, la armonía que os une hoy con ellos. Entonces, dormido en la tumba, mi cuerpo helado se hartará de la sangre hirviente de los tebanos, si Zeus es siempre el dios supremo y si el oráculo de Apolo no miente. Pero es enojoso revelar acontecimientos que están todavía en la obscuridad del porvenir. Dejadme, como había comenzado, pediros sólo que me guardéis vuestra fe; y si los dioses no me engañan, no diréis que al recibir a Edipo en esta tierra habéis recibido un habitante inútil.

El Coro:
Ved, señor, ved las ventajas importantes que nos ha predicho ya y que debe asegurar a esta comarca.

Teseo:
¿Quién podría desterrar de su corazón la benevolencia que merece este infortunado, cuya casa se unió a la nuestra por los derechos de la hospitalidad, cuando viene en calidad de suplicante enviado por los dioses y nos trae a esta ciudad y a mí un tributo no despreciable? Quiero, pues, respetando la orden del cielo, no rechazar sus presentes y establecerle en esta comarca si desea permanecer aquí. Habitantes de Colona, os cuidaréis de lo que le atañe. Pero, Edipo, si preferís seguirme a Atenas, lo dejo a vuestra elección; mis cuidados os acompañarán allí.

Edipo:
¡Dígnate, oh Zeus, recompensar tanta bondad!

Teseo:
En fin, ¿qué deseáis? ¿Venir a palacio?

Edipo:
Sí, si el destino me lo permitiese; pero es éste el lugar donde debo...

Teseo:
¿Qué debéis? Me guardaré bien de oponerme.

Edipo:
Triunfar de los que me han expulsado.

Teseo:
Sería un fruto harto precioso de vuestra morada en este país.

Edipo:
Pero hay que cumplir la promesa que me habéis hecho.

Teseo:
Fiad en mi palabra, no os haré traición.

Edipo:
No quiero encadenaros con un juramento, como a un hombre vil.

Teseo:
Un juramento no sería mejor prenda que mi palabra.

Edipo:
¿Qué haréis, en fin?

Teseo:
¿Cuáles son los temores que más os agitan?

Edipo:
Vendrán.

Teseo:
Estos ciudadanos velarán por vuestra seguridad.

Edipo:
Cuidad de no abandonarme.

Teseo:
Ahorraos el trabajo de enseñarme lo que debo hacer.

Edipo:
La necesidad puede enseñar el temor.

Teseo:
El temor no es conocido por mi corazón.

Edipo:
No sabéis qué amenazas...

Teseo:
Sé que nadie os sacará de aquí a la fuerza. Se hacen amenazas, la cólera estalla en mil palabras insensatas; pero luego que la reflexión ha apaciguado el ánimo, todo ese gran aparato se evapora: eso sucederá a los hijos de Edipo. Sean cuales sean los fastuosos discursos con que se aperciban a confundiros para comprometeros a seguirles, creedme, el camino se les antojará sobrado largo y el mar por demás tempestuoso para aventurarse; y, sin consultar mis sentimientos para vos, os daría nuevas seguridades, puesto que Febo os envía; pero tengo motivos para pensar que, en mi ausencia, mi nombre será suficiente para poneros a cubierto de todo ataque.

Escena II

El Coro, EDIPO, ANTÍGONA

El Coro:
Extranjeros, este lugar célebre adonde habéis llegado, Colona, es el asilo más tranquilo y más seguro de esta tierra, famosa por sus corceles. Aquí gustan los ruiseñores de hacer oir sus cantos quejumbrosos, en la sombra obscura de la hiedra, en el seno de los vallezuelos verdeantes o en los bosques sagrados y fértiles, inaccesibles a los mortales, impenetrables a la luz y respetados del viento y del frío. Aquí gusta Dionisos de pasearse sin cesar, rodeado de las ninfas que le criaron. Aquí, bajo el rocío del cielo, se ve florecer todos los días el narciso de bellos racimos, útil conforme al uso antiguo, para coronar a las dos grandes diosas, y el azafrán dorado. Las fuentes fecundas del Céfiro derraman por las praderas aguas nunca dormidas; siempre, pródigas de vida, sus linfas puras se extienden por el fértil suelo de los campos. El coro de las musas y Afrodita, en su carro de oro, se complacen en recorrer estos parajes. Pero lo que las comarcas de Asia y la gran isla de Pélopos, habitada por los dorios, no deben haber poseído nunca es este árbol sagrado, que nace de sí mismo y es el terror de las lanzas enemigas. En esta comarca más que en cualquiera otra, florece este árbol precioso, el olivo, que se distingue por sus hojas verde pálido y alimenta a los niños. Ningún hombre, esté en la juventud o en el declinar de su vida, sería bastante imprudente para osar arrancarlo por su mano: hasta tal punto Zeus, que preside el olivo sagrado, vela sin cesar, con Palas, por su conservación.

Pero en honor de esta metrópoli aún nos queda un elogio que hacer. Nos referimos a los presentes que recibe de un gran dios, a los presentes que la hacen gloriosa y hábil para criar y conducir corceles y para navegar. ¡Hijo de Cronos, soberano Poseidón, tú la has elevado a tal grado de gloria, tú hiciste conocer en esta comarca antes que nadie el freno que doma a los corceles; por tus lecciones el bajel, a impulsos de los remos, se lanza rápido y huye ante las nereidas hectápodas!

Acto tercero

Escena I

ANTÍGONA, EDIPO, el Coro

Antígona:
¡Oh comarca, tanto tiempo celebrada con tanto elogio, he aquí el momento de mostrar que lo merecéis!

Edipo:
¿Qué sucede, hija mía?

Antígona:
Creón, seguido de numerosa escolta, llega, padre mío, está cerca.

Edipo:
Queridos y dignos ancianos, de vosotros depende ahora mi salvación.

El Coro:
Tranquilizaos; nosotros respondemos, pues si somos viejos, el vigor de esta comarca no ha envejecido aún.

Escena II

Los precedentes, CREÓN

Creón:
Generosos habitantes de esta tierra, veo en vuestras miradas que mi llegada os produce cierto espanto; cesad de temerme y suprimid toda palabra ofensiva; estoy viejo y heme cerca de una ciudad poderosa como nunca la hubo en Grecia. Encargado de convencer a este anciano (señalando a Edipo) de que me siga a los campos tebanos, yo, a quien los lazos de la sangre me han hecho más que a nadie deplorar sus desgracias, no vengo enviado por un solo hombre, sino por toda una ciudad. Desgraciado Edipo, dignaos, por lo tanto, escucharme y seguirme. Todo el pueblo tebano os llama con justicia, y yo más que todos los tebanos juntos; pues yo, más que todos ellos (si no soy el peor de los hombres), debo apiadarme de vuestro infortunio, viéndoos bajo el peso de males sin cuento, en comarcas extrañas, errante por doquier, a merced de una sola compañera que vele por vuestra vida. ¿A qué estado miserable no ha llegado ella misma, ocupada sin tregua en cuidaros, en mendigar algún sustento para conservar una existencia tan querida? ¡La infortunada, en la flor de la juventud, extraña a las dichas del himeneo, expuesta a ser presa del primer raptor! ¡Qué desgraciado soy (pues es vano disimular lo que nadie ignora), yo que he podido hacer caer tan sangriento oprobio sobre vos, sobre mí, sobre mi raza entera! Edipo, en nombre de los dioses de la patria, volved a habitar vuestra ciudad, vuestro palacio, la morada de vuestros padres; dirigid a esta ciudad en que estáis palabras de reconocimiento, las merece; pero venid a honrar, con más justicia, a la que os crió.

Edipo:
Hombre capaz de todo atrevimiento, y que de todo te vales para extender sobre tus palabras mendaces el velo de la justicia, ¿qué propósito te guía y por qué quieres cogerme en una trampa que sería para mí el más duro suplicio? En los primeros accesos del dolor que mis malaventuras me hicieron experimentar, cuando deseé dejar mi patria, les negasteis tal gracia a mis deseos; y cuando mi alma enfurecida se calmó, cuando empezaba a encontrar grato vivir en mi casa, entonces me echaste, me desterraste; entonces los lazos de la sangre que invocas ahora no te eran tan caros. Hoy que ves a esta ciudad y a todo este pueblo concederme su benevolencia, intentas llevarme a mi patria, ocultando con palabras lisonjeras la dureza de tu corazón: ¡tanto placer encuentras en amar a los que no aceptan tu amistad! ¡Qué! Sí, no dignándose concederte nada de lo que tú más desearas, un hombre quisiera después colmarte de bienes, cuando tus deseos se hallasen satisfechos y el beneficio no tuviera mérito, ¿el gusto que recibirías no sería vano y frívolo? He aquí, no obstante, cómo te muestras a mis ojos, benéfico en palabras y malo en acciones. Para poner más al descubierto toda tu maldad ante los que me escuchan, diré: Vienes con el propósito de llevarme contigo, no de restablecerme en mi casa; no quieres sino fijarme, por decirlo así, en tu puerta, y de ese modo preservar a tu ciudad de los males que la amenazan. No será así; pero puedo garantizarte que mi genio vengador habitará allí siempre y mis hijos no tendrán como herencia mía sino la tierra necesaria para morir en ella. ¿Crees que mi espíritu no penetra mejor que el tuyo en los destinos de Tebas? Mucho mejor, sin duda, si he de creer a dioses más clarividentes que tú. Apolo y Zeus mismo, que le dio el ser. Al venir aquí, tu boca mendaz ha preparado sutiles arengas; pero tu elocuencia podría valerte harto más trabajos que ventajas, pues, en fin, siento en mi corazón que no has de persuadirme. Vete, pues, y déjame vivir aquí; mi vida, aun en el estado en que me encuentro, no será desgraciada, puesto que me place.

Creón:
Pero al hablarme de esa guisa, ¿a quién de nosotros pensáis que vuestra situación debe doler más?

Edipo:
Me será muy grata si no llegas a persuadirnos ni a mí ni a los que nos escuchan.

Creón:
¡Infortunado, bien se ve que el tiempo no os ha hecho más prudente y no ha alimentado en vuestro corazón sino amargura y enojos para vuestra ancianidad!

Edipo:
Eres hábil en el arte de descubrir; pero no sé de ningún hombre justo que sepa hablar igualmente bien en pro de todas las causas.

Creón:
Existe diferencia entre hablar mucho y hablar con oportunidad.

Edipo:
He aquí por qué en lo que hablas se unen la conveniencia y la brevedad.

Creón:
No sin duda, a los ojos de un espíritu semejante al vuestro.

Edipo:
En nombre de los extranjeros que me escuchan, vete. Guárdate de poner la mano sobre mí en la tierra que debo habitar.

Creón:
También recurro al testimonio de estos extranjeros, no al tuyo; que juzguen de qué suerte respondes a las palabras de tus amigos: si nunca me apoderase de ti...

Edipo:
¿Y quién osaría arrancarme de los brazos de mis defensores?

Creón:
Sabré castigarte sin arrancarte de sus brazos.

Edipo:
¿Y cómo esperas ejecutar esa amenaza?

Creón (Cogiendo a Antígona.):
He aquí ya en mis manos a una de tus hijas, que voy a enviar delante de mí; no tardaré en apoderarme de la otra.

Edipo:
¡Cielos!

Creón:
Pronto tendrás nuevos motivos para gemir.

Edipo:
¿Te has apoderado de una de mis hijas?

Creón:
La otra la seguirá.

Edipo:
¡Ay de mí! ¿Qué haréis, extranjeros? ¿Traicionaréis a un desgraciado? ¿No echaréis a este impío de la tierra que habitáis?

El Coro (A Creón.):
Retiraos, extranjero, retiraos sin tardar. Lo que hacéis y habéis hecho es injusto.

Creón (A su séquito.):
Apresuraos a arrastrarla si se niega a seguiros.

Antígona:
¡Ah infeliz! ¿Cómo huiré? ¿Qué dioses o qué mortales se dignarán socorrerme?

El Coro:

(A Creón, que quiere llevarse a Antígona.)

¿Extranjero, qué hacéis?

Creón:
No quiero tocar al anciano, sino a la que me pertenece.

Edipo:
¡Oh, soberanos de esta comarca!

El Coro:
Extranjero, vuestra acción es injusta.

Creón:
Es justa.

El Coro:
¿Cómo?

Creón:
Me llevo a las que son mías.

Antígona:
¡Oh ciudad!

El Coro:
¿Qué hacéis, extranjero? Poned fin a tal violencia, o experimentaréis el poder de nuestros brazos.

Creón (Al Coro.):
Retiraos.

El Coro:
No, nunca, mientras persistáis en tal propósito.

Edipo (A Creón.):
Atacarme a mí es atacar a la ciudad entera.

El Coro (A Edipo.):
Ved lo que le decimos.

Creón (Al Coro.):
Dejad al punto, dejad a esa muchacha en mis manos.

El Coro (A Creón.):
No déis órdenes donde no tenéis poder.

Creón:
Os digo que la dejéis.

El Coro:
Y nosotros os decimos que os vayáis. ¡Venid, venid, acudid, habitantes de esta comarca; nuestra ciudad es atacada, venid, venid!

Antígona:
¡Desgraciada! ¡Me arrastran! ¡Ciudadanos, ciudadanos!...

Edipo:
Hija mía, ¿dónde estás?

Antígona:
Me arrastran con violencia.

Edipo:
¡Tiende los brazos hacia mí, hija mía!

Antígona:
No puedo.

Creón (A su séquito.):
¿No acabáis de llevárosla?

Escena III

CREÓN, EDIPO, el Coro

Edipo:
¡Cuán desgraciado soy!

Creón (A Edipo.):
De hoy en adelante no marcharás sostenido por los dos apoyos de tu vejez; y ya que quieres triunfar de tu patria y tus amigos, en nombre de los cuales (aunque soy el rey) hago lo que me han ordenado, triunfa a tu gusto. Con el tiempo conocerás, me atrevo a creerlo, que al resistir a tus amigos y abandonarte a tu cólera, que te fué siempre tan funesta, no has hecho ni haces aún sino prepararte nuevas penas.

El Coro (A Creón.):
Deteneos, extranjero.

Creón:
Guardaos de acercaros a mí.

El Coro:
No os perdonamos que no nos hayáis devuelto a la que nos arrebatáis.

Creón:
Pronto tendréis una indemnización más grande que pedir para esta ciudad, pues no me limitaré a las dos hermanas.

El Coro:
¿Qué más haréis?

Creón (Señalando a Edipo.):
Me lo llevaré a él.

El Coro:
¡Cielos! ¿Qué decís?

Creón:
Lo que será luego ejecutado, si vuestro rey no se opone.

Edipo:
Amenaza insolente. ¿Osarías tocarme?

Creón (A Edipo.):
Guárdate de seguir hablando.

Edipo:
¡No, las Euménides que aquí presiden no vedarán a mi boca pronunciar una imprecación contra ti, el más malo de los hombres; contra ti, que acabas de arrancarme insolentemente cuanto para mí sustituía a la luz de que carezco! ¡Que el sol, que lo ve todo, te dé a ti y a tu raza días tan deplorables como los míos y una vejez semejante!

Creón:
Habitantes de esta tierra, ya veis sus arrebatos.

Edipo:
Nos ven a uno y a otro, y consideran que tomo venganza con palabras siendo oprimido con acciones.

Creón:
No puedo dominar mi cólera, y, aunque solo, aunque debilitado por los años, voy a llevármele a la fuerza.

Edipo:
¡Ay infortunado!

El Coro:
¿Con qué pensamientos audaces, extranjero, habéis venido aquí, si esperáis ejecutar tales amenazas?

Creón:
Sí, lo espero.

El Coro:
Si es así, no debemos tener esta ciudad en nada.

Creón:
Cuando se trata de la justicia, el débil puede vencer al fuerte.

Edipo (Al Coro.):
¿Oís lo que osa decir?

El Coro:
No lo ejecutará.

Creón:
Eso es lo que no sabéis vosotros, y sólo Zeus puede saber.

El Coro:
¡Qué insulto!

Creón:
Un insulto que hay que soportar.

El Coro:
Ciudadanos, defensores de esta comarca, apresuraos, venid todos..., están a punto de franquear nuestros límites.

Escena IV

Los precedentes, TESEO

Teseo:
¿Qué gritos he oído? ¿Qué ha pasado? ¿Qué temor os mueve a arrancarme de los altares del dios que preside en Colona y a interrumpir mi sacrificio? Hablad, decidme por qué se me ha obligado a venir precipitadamente.

Edipo (A Teseo.):
Amigo mío (¡pues bien reconozco vuestra voz!), acabo de sufrir los más crueles ultrajes de ese hombre.

Teseo:
¿Qué ultrajes? ¿Quién es su autor? Explicaos.

Edipo:
Ese Creón que veis, ha venido a robarme a mis dos hijas, al único apoyo que me quedaba.

Teseo:
¿Qué decís?

Edipo:
La desgracia que acabo de sufrir.

Teseo:
Volad al punto, corred a los altares donde el pueblo está reunido; que deje el sacrificio; que acuda diligente, a pie o a caballo, al vértice de ambos caminos; que impida el paso de las dos jóvenes princesas; que me evite la vergüenza de ser vencido por la violencia y de ser el ludibrio de ese extranjero; apresuraos a llevar a cabo mis órdenes; no hubiera yo tardado en castigarle por mi mano si me hubiera entregado de lleno al furor que merece; pero las mismas leyes por que él acaba de guiarme servirán para juzgarle. (A Creón.) No saldréis de esta comarca sin que hayáis traído y puesto en mis manos a las dos princesas, ya que habéis obrado de manera tan indigna de mí, de vuestro origen y de vuestra patria. ¡Llegáis a una ciudad que sólo respira justicia y no hace nada contra la ley, y, pisoteando los principios que la rigen, os atrevéis, en vuestra violencia, a caer sobre vuestra presa, a llevárosla y a sojuzgarla! ¿Pensáis habéroslas con una ciudad sin ciudadanos y reducida a la esclavitud? ¿No me tenéis en nada? Tebas, sin embargo, no hizo de vos un mal hombre; no acostumbra a criar ciudadanos injustos; distaría mucho de aprobar vuestra conducta, si supiera que venís a llevaros de aquí, con violencia, a desgraciados suplicantes, que se amparaban en los dioses y en mí. Nunca, aunque hubiera tenido los motivos más justos, hubiera yo ido a vuestra patria para hacerle semejante ultraje; y nunca, sin contar con el soberano, quienquiera que hubiera sido, habría yo osado llevarme ni violentar a nadie. Sé muy bien cómo un extranjero debe conducirse entre ciudadanos. Y, no obstante, no teméis deshonrar a vuestra ciudad, que no lo merece. Sin duda los años os han turbado la razón. Ya os lo he dicho y os lo repito: haced al punto traer a las hijas de Edipo, si no queréis, mal que os pese, quedaros aquí. He aquí lo que os prometo y os promete mi corazón tanto como mi lengua.

El Coro:
Mirad adonde habéis llegado, extranjero; vuestra sangre anuncia en vos un hombre justo y vuestras acciones no muestran sino un mal hombre.

Creón (A Teseo.):
Hijo de Egeo, no ha sido, como pretendéis, creyendo a esta ciudad sin ciudadanos ni prudencia como he llevado a cabo mi reciente acción, sino no creyendo que nadie aquí pudiera interesarse por mis deudos hasta el punto de querer sustentarlos a pesar mío. Pensaba, además, que esta ciudad no daría asilo a un hombre impuro, manchado con la sangre de su padre; a un hombre que ha sido a la vez hijo y esposo de su madre. Yo conocía la sabiduría del areópago, ese ilustre Tribunal que no permite a semejantes fugitivos establecerse aquí. En eso me fundaba al caer sobre mi presa; y aun así no lo hubiera hecho a no haber Edipo lanzado contra mí y mi raza las imprecaciones más terribles. Ante tal ultraje, he creído deber devolvérselo; pues la cólera es un sentimiento que no envejece y sólo se extingue en la tumba; los muertos no más son insensibles. Ahora haced lo que queráis, ya que, pese a la justicia de mis razones, la soledad en que me hallo me priva de fuerza y de defensa. Con todo, aun haré por devolveros cuantos malos tratos reciba de vos.

Edipo:
¡Qué insolente audacia! ¿Y sobre quién cae tal ultraje? ¿Sobre mí, desgraciado anciano, o sobre ti, que acabas de reprocharme muertes, lazos funestos, horrores en que me he visto envuelto a pesar mío? Eran obra de los dioses que vengaban en nuestra raza no sé qué antigua ofensa; pero no encontrarás contra mí el reproche legítimo de un solo crimen en cuanto he cometido con los míos y conmigo. En efecto, dime cómo, porque un oráculo predijo a mi padre que debía morir a manos de su hijo; podrías, con justicia, hacerme un reproche a mí, a quien mi padre y mi madre no me habían aún dado el ser, a mí que no había nacido. ¿Y cómo si, por la fatalidad que parece haberme perseguido, combatí con mi padre y le maté, sin saber lo que hacía, cómo, digo, puedes reprocharme con fundamento un crimen tan involuntario? ¡Desgraciado, no te avergüenzas de obligarme a hablar aquí de mi himeneo con mi madre, que era tu hermana! ¡Qué himeneo! Lo diré, no lo callaré, ya que tu boca impía ha llegado a ese exceso de audacia. Sí, me llevó en su seno, me dio la vida ¡infeliz de mí!, y después de haberme engendrado, sin conocerme, sin conocerse a sí misma, me dio hijos que son su oprobio. Pero bien sé que gustas de tronar contra ella y contra mí. Por lo que a mí toca, a mi pesar casé con ella, y a mi pesar lo recuerdo. Pero, ni por tal himeneo ni por la muerte de mi padre, que te complaces tan a menudo en reprocharme amargamente, seré tenido nunca por un hombre perverso. Respóndeme tan sólo, hombre justo, ¿si alguno viniese de súbito a atacarte, irías a informarte de si el agresor era tu padre, o te apresurarías a castigarle? Yo pienso que, por poco cara que te sea la vida, te vengarías al punto del culpable, sin considerar si eso sería un crimen o no. He aquí, sin embargo, la naturaleza de los crímenes a que la mano de los dioses me condujo; son tales, que si mi padre levantara la cabeza, no creo que se atreviese a reprochármelos; pero tú, que, sin conocer la justicia, no ves en tus palabras inconsideradas sino justicia y razón, ¡me reprochas mis desgracias delante de este pueblo! Te cuadra mucho, después de eso, halagar el gran nombre de Teseo y lisonjear a Atenas a propósito de la gloria de sus hijos. En medio de tales elogios, echas en olvido uno muy esencial; y es que, si hay en el mundo una ciudad que sepa honrar a los dioses, es Atenas la que supera en esa virtud a todas las demás; ¡y no obstante, vienes a arrancar de su seno a un anciano suplicante y, alzando la mano sobre mí, te atreves a robarme a mis hijas! En pago de eso, me prosterno ante las diosas aquí presentes; las invoco, las conjuro con mis plegarias a que vengan en nuestro socorro y combatan a nuestro lado; así sabrás a qué hombres está encomendada la defensa de esta ciudad.

El Coro (A Teseo.):
Señor, este extranjero es de corazón virtuoso; sus infortunios son horribles y le hacen digno de nuestro interés en su defensa.

Teseo:
Basta de palabras. ¡Mientras los raptores apresuran su marcha, nosotros, sobre quienes cae tal ultraje, permanecemos inactivos!

Creón:
¿Qué exigís de mí en el abandono en que me hallo?

Teseo:
Marchar ante mí por ese camino y conducirme al sitio donde tenéis ocultas a las hijas que consideramos como nuestras. Si los raptores las arrastran en su fuga, no hay que inquietarse mucho por ello, se les seguirá, y no tendrán motivo para dar gracias al cielo de haber escapado sanos y salvos de esta tierra. Conducidnos, pues, y pensad que habéis llegado a ser nuestra presa persiguiendo a la vuestra. La fortuna os ha cogido en la misma trampa que habíais tendido; pues la astucia es un mal medio para adquirir y para conservar. Harto se adivina en vuestra audaz actitud que no habéis llegado a la ligera ni sin apercibiros a hacernos tal ultraje. Os habéis confiado en alguna estratagema al poner mano en esta empresa; pero a mí me toca preverla y no permitir que una ciudad entera ceda en poder a un solo hombre. ¿Me habéis entendido? ¿O pensáis que las palabras que oís y las que oíais cuando concebíais vuestros planes son vanas y frívolas?

Creón:
Mientras yo esté aquí no tendré nada que oponer a cuanto me digáis; pero de vuelta a mi patria, sabré lo que he de hacer.

Teseo:
Amenazad, pero echad a andar, y vos, Edipo, permaneced tranquilo aquí, y creed que, si no muero, no tendré punto de reposo hasta que os haya devuelto a vuestras hijas.

(Salen. Edipo queda solo en escena con el Coro.)

Edipo:
¡Quiera el cielo, oh Teseo, que recojáis el fruto de los cuidados generosos y benéficos que os tomáis por nosotros!

Escena V

EDIPO, el Coro

El Coro:
¡Quién se hallase donde pronto unos y otros han de encontrarse, han de mezclarse y han de hacer resonar la voz de bronce del dios Ares! ¡Quién se hallase en los campos de Maratón o en las riberas de Eleusis, profusamente fulgurantes, donde las venerables diosas inician en augustos misterios a los mortales, sobre cuya lengua se posa la llave de oro de los Eumólpidas sus ministros! Allí, sin duda, el valiente Teseo y las dos muchachas a quienes el himeneo no ha sometido aún a su yugo han de hacer resonar por los campos sus penetrantes clamores.

Quizá sea hacia el occidente de la roca blanca, no lejos del burgo de Aca, donde los carros y los caballos encontrarán a los raptores. Se les despojará de su presa, su perseguidor Ares es terrible, y terrible, además, es el valor de los teseidas. Los frenos de los caballos brillan por doquier; los adoradores de Palas guerrera y del dios de los mares, el hijo querido de Rea, avanzan sobre corceles magníficamente engualdrapados.

Entablado el combate, si hemos de dar crédito a nuestros presentimientos, los raptores no tardarán en tener que entregar a la que ha sufrido tantos ultrajes, a la que un pariente ha tratado de un modo tan indigno. Diariamente Zeus castiga de modo semejante. Somos los profetas del éxito del combate: ¡quién pudiera, con las alas rápidas de la paloma, lanzándose al seno de las nubes, ver con sus propios ojos el combate que esperamos! Zeus, soberano del Olimpo, tú que lo ves todo, y tú, Palas, su augusta hija, coronad el valor de los que gobiernan esta tierra; haced que sus soldados no persigan sin fruto su presa. También os suplicamos, Apolo, amigo de la caza, y su hermana, de pies veloces, que os complacéis en la persecución de los ciervos ligeros, que vengáis ambos en socorro de esta tierra y de sus habitantes.

Acto cuarto

Escena I

EDIPO, el Coro

El Coro:
Extranjero desgraciado (A Edipo.), no diréis que somos profetas mendaces. Diviso a ambas princesas; tornan, están ya cerca.

Edipo:
¿Dónde están? ¿Dónde están? ¿Qué decís? ¿Qué me habéis anunciado?

Escena II

TESEO, ANTÍGONA, ISMENA, EDIPO, el Coro

Antígona:
¡Padre mío, padre mío! ¿Qué dios os concederá el favor de ver con vuestros propios ojos al más generoso de los mortales que nos devuelve a vuestros brazos?

Edipo:
¡Hijas mías! ¿Estáis aquí, en efecto, ambas?

Antígona:
El brazo de Teseo y de sus valerosos guerreros nos ha salvado.

Edipo:
Venid, hijas mías, venid; abrazad a vuestro padre, dadle este placer de que no esperaba ya gozar.

Antígona:
Seréis satisfecho; nuestros deseos responden a los vuestros.

Edipo:
¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis?

Antígona:
Henos aquí a una y a otra.

Edipo:
¡Hijas queridas!

Antígona:
¿Las hay que no sean caras al corazón de un padre?

Edipo:
¡Apoyos de mi vejez!

Antígona:
¡Infortunados sostenes de un infortunado!

Edipo:
Tengo en mis brazos lo que me es más querido. Puesto que mis dos hijas están junto a mí, no moriré del todo desgraciado. Hijas mías, apoyaos sobre mi pecho, apretad vuestro cuerpo contra el de quien os dio el ser; haced olvidar a mi corazón desdichado mi soledad y mis fatigas. Decidme cuanto ha sucedido, y decídmelo en pocas palabras, como cuadra a vuestra edad.

Antígona:
He aquí a quien nos ha salvado; eso es cuanto os importa saber, padre mío, y estas pocas palabras bastan para vos y para mí.

Edipo (A Teseo.):
No os asombre, oh príncipe, que cuando mis hijas me son devueltas contra toda esperanza, me abandone al placer de abrazarlas. Harto sé que a vos, a vos sólo, os debo tan grande beneficio; sólo vos entre todos los mortales me habéis conservado a mis hijas. Que los dioses, como deseo, os lo premien, a vos y a esta comarca, ya que sólo aquí, sólo entre vosotros, he hallado la piedad, la justicia y la verdad. Teniéndolo en cuenta, ved con qué palabras quiero responder a vuestros beneficios, pues lo que tengo, lo tengo por vos y por ningún otro de entre los humanos. ¡Dadme, oh rey, la mano, que pueda yo tocarla, que pueda, si me es permitido, besar vuestra frente...! Pero ¿qué digo? ¿Cómo, ¡infeliz de mí!, me atrevería a tocar a un mortal sin mancilla alguna? No os tocaré, no permitiré siquiera que me toquéis; sólo a los que han sufrido semejantes desgracias les corresponde compartir su peso. Pero vos sed dichoso y conservad para mí en lo futuro la misma benevolencia equitativa de que me habéis hoy dado pruebas.

Teseo:
En vuestro gozo de recibir a vuestras hijas, no me hubiera sorprendido que hubierais dado aún más extensión a vuestras expansiones con ellas, y aunque hubierais preferido en ese momento conversar con ellas a hacerlo conmigo, no hubiera yo tenido por qué quejarme. Más por las acciones que por las palabras, procuro derramar algún resplandor sobre mi vida; y doy prueba de ello, pues de cuanto os he jurado, nada he dejado de cumpliros, anciano. En efecto, os devuelvo a vuestras hijas, a quienes he salvado y librado de los peligros que las amenazaban. No encareceré a vuestros ojos el desarrollo del combate: lo sabréis por boca de vuestras mismas hijas. Por de pronto, escuchad lo que acabo de oir al llegar aquí. La noticia no es muy importante, pero es natural que os asombre; no hay acción indiferente y que en absoluto no merezca que nos preocupemos de ella.

Edipo:
Hijo de Egeo, ¿qué noticia es esa? Dignaos dármela; ignoro lo que podéis haber sabido.

Teseo:
Dicen que un hombre, que no es vuestro conciudadano, sino vuestro pariente, ha ido a prosternarse y sentarse al pie del altar de Poseidón, del altar donde yo sacrificaba cuando he acudido.

Edipo:
¿De dónde viene y con qué fin se ha sentado al pie de tal altar?

Teseo:
Lo ignoro. Sólo sé y se me ha dicho que os pide una entrevista muy corta.

Edipo:
¿Qué entrevista? Esa actitud de suplicante no anuncia un asunto de poca importancia.

Teseo:
Dicen que no pide sino hablaros y marcharse.

Edipo:
¿Quién es ese mortal que se presenta aquí como suplicante?

Teseo:
¿No tendríais en Argos algún pariente que pudiera pediros tal gracia?

Edipo:
Amigo mío, no vayáis más lejos.

Teseo:
¿Qué os pasa?

Edipo:
No me preguntéis nada.

Teseo:
Explicaos.

Edipo:
Por lo que acabo de oir, sé quién es el suplicante.

Teseo:
¿Y quién puede ser ese hombre, que estoy ya a punto de odiar?

Edipo:
Príncipe, mi hijo, mi detestable hijo, de todos los mortales aquel con quien una entrevista me haría sufrir más.

Teseo:
¿No podéis escucharle y no hacer sino lo que gustéis? ¿Tan enojoso es para vos el oirle?

Edipo:
Sólo su voz sería para el corazón de un padre el más horrible tormento. ¡No me pongáis en la necesidad de tener para vos tal complacencia!

Teseo:
Pero si el derecho de los suplicantes os pone en tal necesidad, tened en cuenta los respetos que yo me vería obligado a tener para el dios.

Antígona:
Padre mío, por joven que sea vuestra hija, dignaos atender a sus consejos; dejad al príncipe satisfacer los deseos de su corazón y las voluntades del dios. Concedednos la gracia de dejar venir aquí a mi hermano. Tranquilizaos; cuanto pueda deciros contrario a vuestros propósitos no violentará vuestra voluntad. ¿Qué peligro hay para vos en escucharle? Se pueden juzgar las intenciones por las palabras. Vos, padre mío, le habéis dado el ser, y aunque os hubiera inferido los más crueles e impíos ultrajes, no estaría bien que pretendieseis devolvérselos. Dignaos recibirle. Otros padres han tenido hijos indignos y vivos resentimientos; pero la voz de la amistad tenía sobre ellos un poderoso influjo que subyugaba su ira. No recordéis vuestros males presentes, sino los que habéis sufrido por culpa de vuestro padre y vuestra madre; si los consideráis, estoy segura de que veréis al punto el resultado funesto de una cólera cruel. Privado de la luz del día, vuestros recuerdos son dolorosos; ceded a nuestras súplicas. Es vergonzoso resistir a los que sólo piden justicia, y cuando recibís de ellos trato tan dulce, haríais mal en no saber corresponder a él.

Edipo:
Hija mía, vos y Teseo me habéis vencido exigiendo de mí esta complacencia que me pesa. Haced lo que os plazca; pero, príncipe, sólo os pido que no permitáis, si viene aquí, que nadie pueda hacerse dueño de mi destino.

Teseo:
Anciano, lo que me habéis pedido una vez, no es preciso que me lo pidáis nuevamente. Evito toda vana ostentación, pero si algún dios vela por mi conservación, me atrevo a responder de la vuestra.

Escena III

Los precedentes, excepto TESEO

El Coro:
Aquel que, descontento de ver su vida limitada a un corto número de días, desea vivir más, padece, en sentir nuestro, una funesta obcecación, ya que muy a menudo los días sólo se multiplican para acrecentar el dolor en nosotros. El hombre, aun obteniendo más de lo que desea, no es más feliz; aun junto a la tumba es insaciable, aun en la hora fatal en que no hay ya himeneo, ni cantos, ni danzas; aun en la hora, en fin, en que la muerte se presenta.

Hubiera sido mejor para el hombre no haber nacido nunca o no venir al mundo sino para volver cuanto antes a la nada de que ha salido. En efecto, desde que la juventud llega, trayendo consigo tantas frívolas ligerezas, ¿cuál es el hombre que puede escapar a los males que las siguen? ¡Cuántas penas se unen en ellas! Las muertes, las sediciones, las disputas, los combates y la envidia; la vejez viene a suplantarla, la vejez aborrecida, sin fuerza, sin sociedad, sin amigos, en la que los males se amontonan sobre los males.

Llegado a ese término, Edipo es desgraciado; no somos los únicos que nos quejamos. Lo mismo que una roca, en la costa del Norte, es durante la tempestad asediada por las olas que vienen a desplomarse sobre ella por doquier, los males horribles, encadenados uno a otro, vienen rodando sin tregua a herir al desgraciado Edipo; unas vienen de Poniente, otras de Levante; éstos de las regiones del Mediodía, aquellos de las nórdicas en que habita la noche.

Escena IV

EDIPO, ANTÍGONA, ISMENA, POLINICIO, el Coro

Antígona:
He ahí, padre mío, he ahí, se me figura, al extranjero, que avanza solo y sin séquito, los ojos anegados en lágrimas.

Edipo:
¿Quién es?

Antígona:
El que habíamos ya sospechado.

Polinicio:
¿Qué debo hacer, hermanas mías? ¿Debo verter lágrimas sobre mis propias desgracias o sobre las de un padre que encuentro aquí con vosotras, cargado de años, errante por una tierra extraña, cubierto con esa indigna vestimenta, que, envejeciendo con él sobre su cuerpo marchito, no es sino un objeto de disgusto y de horror, mientras sus cabellos en desorden son juguete del viento, sobre su rostro privado de la luz? Y sin duda los alimentos con que mantiene su cuerpo infortunado están en armonía con cuanto veo. ¡Desgraciado de mí! He sabido demasiado tarde tan deplorable suerte. Soy, lo confieso, el más malo de los hombres, pero vengo a ofreceros los socorros que os faltan y que no debéis buscar en otra parte. Pensad que el respeto para los suplicantes está sentado sobre el mismo trono de Zeus; que lo esté también junto a vos, padre mío. Se pueden remediar las faltas, pero no se pueden anular... ¡Os calláis, padre mío! Dignaos hablarme. ¿Por qué me esquiváis? ¿Por qué no me respondéis? ¿Me dejaréis ir así, bajo el peso de vuestro desprecio, sin dirigirme ni una palabra, sin explicarme vuestros resentimientos? Hijas de Edipo, hermanas mías, intentad conmigo arrancar algunas palabras a esa boca muda y cruel, haced que no persevere en su silencio y que no me deje ir sin honor, a mí, que soy el suplicante de un dios.

Antígona (A Polinicio.):
Decid, infortunado, decid qué motivo os trae; pues con frecuencia un discurso extenso puede, excitando el interés, el resentimiento, la piedad misma, obligar a hablar a quienes se obstinan en callar.

Polinicio:
Me explicaré, pues vuestros consejos merecen ser seguidos. Llamaré por de pronto en mi ayuda al dios que yo imploraba cuando el rey de esta comarca me ha hecho dejar su altar para venir aquí, dándome la seguridad de que podría hablar, escuchar y partir libremente. Ved lo que oso esperar de vosotros, extranjeros, y de vosotros, padre y hermanas mías. Lo que me trae aquí, padre mío, osaré decíroslo. Estoy desterrado de mi patria por haber querido, como primogénito, subir al trono de Tebas. En vez de reconocer tal derecho, Eteocles me ha echado de mi tierra natal, no triunfando de mí con sus razones, su valor o su fuerza, sino atrayendo a su partido a la ciudad entera. La furia que os venga fué, lo confieso, la principal causa, según luego he sabido por la boca misma de los adivinos; pues apenas llegué a los muros de Argos, de la tierra de los dorios, casando con la hija de Adrasto, he tenido por confederados a todos los varones principales de la comarca, cuyo valor los distinguía entre todos; y formando con ellos, contra Tebas, un ejército dividido en siete cuerpos, no tenía yo otro propósito que morir por tan justa causa o expulsar de mi patria a los autores de mi infortunio, y no obstante ¿por qué he venido? Para dirigiros, padre mío, las más humildes súplicas, en mi nombre y en el de mis aliados, que, a la cabeza de siete divisiones, de siete cuerpos, se han lanzado contra las murallas de Tebas. El primero es el valiente Anfiarao, que sobrepuja a todos sus rivales en el arte de combatir con la lanza y de interpretar el vuelo de las aves; el segundo es el etolio Tider, hijo de Eneo; el tercero es Eteocles, nacido en la ciudad de Argos; el cuarto es Hipomedón, a quien su padre Talao envió a dicha expedición; el quinto se envanece de destruir en seguida de arriba a abajo la ciudad de Tebas; su nombre es Capaneo; el sexto ha venido de Arcadia, se llama Partenopeo, y ha tomado ese nombre de su madre Atalante, rebelde durante mucho tiempo al yugo del himeneo; en fin, yo, que soy vuestro hijo, o que al menos debo el ser a un destino funesto, yo a quien llaman vuestro hijo, yo soy quien conduce el intrépido ejército de los argivos. Nos reunimos todos, padre mío, para pediros de rodillas, en nombre de vuestra propia vida, en nombre de vuestras dos hijas, que hagáis ceder vuestra inflexible cólera a los deseos que rebosan en mi corazón de castigar a un hermano que me ha expulsado, que me ha despojado de mi patria. Si en efecto se debe dar fe a los oráculos, aquel de ambos partidos que vos abracéis debe, según ellos, ser el vencedor. Me atrevo, pues, a suplicaros, por las fuentes sagradas, por los dioses de la patria, que calméis vuestros resentimientos y os rindáis a nuestros deseos. Soy, como vos, extranjero y despojado de todo. Vos y yo, sometidos al mismo destino, no tenemos otro asilo que el obtenido por nuestras súplicas; mientras mi hermano (¡infeliz de mí!) reina en su palacio y, entregado allí a la molicie, nos insulta a uno y otro con risas burlonas. Si os dignáis hacer vuestros mis sentimientos, no tardaría yo en confundirlo, sin grandes preparativos ni trabajos. Os llevaré de nuevo a vuestro palacio, os restableceré en él, lo mismo que a mí, luego de haberlo expulsado. Ved lo que me atrevo a prometer con seguridad si vuestra voluntad se une a la mía; pero, sin vos, no tendré siquiera fuerza suficiente para salvar mi vida.

El Coro:
En atención a quien os envía ese suplicante, respondedle, Edipo, lo que os cuadre decirle, y despedidle luego de vuestra respuesta.

Edipo:
Creed, ciudadanos, creed que a no ser Teseo, el soberano de este país, quien me lo ha enviado, exigiendo que le respondiese, nunca el sonido de mi voz hubiera herido sus oídos; va, pues, a oir lo que se merece, que, sin duda, no llenará su vida de encantos. ¿No fuiste tú, malvado, quien en Tebas, poseyendo el trono y el cetro que tu hermano posee ahora expulsaste a tu padre, le redujiste a vivir sin patria y a llevar estas indignas vestiduras, cuya vista te arranca hoy lágrimas, hoy que te ves en las mismas desgracias que yo? Pero esas desgracias no las lloraré, las soportaré, conservando en mi corazón mientras viva el recuerdo de tu parricidio. Porque tú eres quien me indujiste al estado miserable en que vivo, tú quien me expulsaste, tú quien me pusiste en el trance de errar así, mendigando por doquier mi pan cotidiano. En fin, si yo no hubiera dado el ser a estas dos hijas para mantenerme, hubiera muerto y tú hubieras sido mi asesino. Ellas, ahora, me cuidan, me mantienen y, por el valor que demuestran padeciendo conmigo, tienen harto menos de mujeres que de hombres. Vosotros, hijos ingratos, no sois mis hijos. Por eso el dios vengador que te persigue no te mira aún con los mismos ojos que te mirará cuando todo ese ejército avance hacia los muros de Tebas: pues no derribarás sus murallas, y antes que sean destruidas caerás anegado en tu sangre, y tu hermano contigo. He ahí las imprecaciones que yo había lanzado contra vosotros dos, y que en este momento llamo nuevamente en mi ayuda, para enseñaros a respetar a quienes os han dado la vida y a no humillar con vuestro desprecio a un padre privado de la luz. No es ese el ejemplo que vuestras hermanas os han dado; por lo cual, el palacio, el cetro, que eran vuestros, llegarán a ser su patrimonio, si es verdad que la justicia, fiel a las leyes eternas, está sentada desde el principio de los tiempos en el trono de Zeus. Aléjate, pues, detestable mortal, aléjate, malvado, de un padre que reniega de ti. Acompáñente las nuevas imprecaciones que contra ti invoco: que nunca puedas triunfar de tu patria por las armas ni trasponer de nuevo los muros de Argos, que perezcas a manos de tu hermano, inmolando a ese hermano por quien fuiste expulsado. Oye los votos que hago: Pido al Tártaro, hoy mi dios tutelar, que te reciba en sus tinieblas horribles, llamo en mi socorro a las furias que aquí presiden, al dios Ares, que ha encendido en vuestros corazones la llama de un odio implacable. Ya me has oído; parte y ve a contar a los tebanos y a tus fieles aliados con qué presentes ha premiado Edipo a sus dos hijos.

El Coro:
Polinicio, no hay motivo para felicitaros por el éxito de vuestro viaje; partid al punto, apresuraos a volver sobre vuestros pasos.

Polinicio:
¡Viaje fatal, deplorable calamidad! ¡Desgraciados compañeros míos! ¿Es esta esperanza con que partí de Argos? ¡Infeliz de mí! ¿Cómo me presentaré ante mis aliados? ¿De qué modo les hablaré? Mudo y confundido, tendré que permanecer hundido en mi infortunio. Hermanas mías, vosotras que sois sus hijas, vosotras que habéis oído las crueles imprecaciones de este padre, en nombre de los dioses, si han de cumplirse en vuestro provecho y volvéis a ver vuestra patria, no me rechacéis con desprecio, concededme los honores fúnebres y depositad mi cuerpo en una tumba. Por grandes que sean las alabanzas que os conquisten hoy los cuidados que prodigáis a vuestro padre, no serán menos lisonjeras las que obtengáis por los que a mí me dediquéis.

Antígona:
¡Polinicio, rendíos a mis súplicas!

Polinicio:
¿Qué queréis, cara Antígona? Hablad.

Antígona:
Volved cuanto antes a Argos con vuestro ejército y no expondréis a un tiempo vuestra vida y la felicidad de la patria.

Polinicio:
Lo que me pedís no es posible. ¿Cómo merecería yo mandar este ejército, otra vez, si mostrase hoy algún temor?

Antígona:
¿Y para qué habíais de ceder otra vez a vuestros resentimientos? Cuando hayáis destruido vuestra patria, ¿qué bien os vendrá de ello?

Polinicio:
Sería vergonzoso huir; verme objeto de las burlas de un hermano menor.

Antígona:
¿No tenéis en cuenta que vuestro furor realiza las profecías de un padre que predice que moriréis uno a manos de otro?

Polinicio:
Eso quiere, en efecto; pero eso no es para nosotros una razón que nos mueva a ceder.

Antígona:
¡Infeliz de mí!... ¿Quién después de oir sus predicciones osará seguiros?

Polinicio:
Me guardaré bien de anunciar lo que hay en ellas de funesto. Un buen general debe decir lo que le favorece, no lo que le perjudica.

Antígona:
¿Es eso lo que habéis resuelto?

Polinicio:
No me retengáis más, es necesario que yo siga mi camino, aunque mi padre y sus furias lo hayan tornado tan temible y tan funesto para mí. Que Zeus, hermanas mías, os abra otro, si me concedéis, cuando muera, los cuidados que os he pedido, pues no podréis ya dedicármelos en vida. Dejadme libre: adiós. Cuando volváis a verme no gozaré ya la luz de los cielos.

Antígona:
¡Infeliz de mí!

Polinicio:
Cesad de suspirar por mi suerte.

Antígona:
¿Quién viéndoos correr a una muerte que prevéis, hermano mío, podría evitar el gemir?

Polinicio:
Moriré si es necesario que muera.

Antígona:
Hermano mío, no; ceded antes bien a mis consejos.

Polinicio:
No me aconsejéis lo que no debo hacer.

Antígona:
¡Qué desgracia para mí si he de verme privada de vos!

Polinicio:
Los dioses no más lo hacen todo; ellos nos hacen nacer con buena o mala suerte. Yo los invoco en favor vuestro y les pido que aparten de vosotras todos los males. Bien merecéis veros exentas de ellos.

Escena V

EDIPO, ANTÍGONA, ISMENA, el Coro

El Coro:
Nos han llegado las nuevas calamidades, los males terribles anunciados por ese anciano ciego, aunque el destino no haya todavía hecho llegar su hora; pues la autoridad de los dioses nunca es vana. El tiempo, sólo el tiempo lo ve todo; realiza unas cosas hoy y otras mañana. ¡Pero el trueno resuena, oh Zeus!

Edipo:
¡Hijas mías, hijas mías! ¿Algún habitante de estos lugares querría traerme al virtuoso Teseo?

Antígona:
¿Qué razón, padre mío, os hace desear su presencia?

Edipo:
El rayo alado de Zeus me conducirá en breve a los infiernos. Enviad cuanto antes en busca del rey.

El Coro:
Escuchad con qué ruido terrible, el dios hace murmurar su rayo. Nuestros cabellos se encrespan de espanto, nuestro corazón se hiela, los relámpagos aumentan e inflaman los cielos. ¿Cuál será el fin de tal presagio? Lo tememos: no en vano tiene lugar; alguna calamidad le seguirá... ¡Oh Éter, oh Zeus!

Edipo:
Hijas mías, mi término, predicho por los oráculos, ha llegado: no hay ya medio de evitarlo.

El Coro:
¿Cómo lo sabéis? ¿En qué signo lo habéis conocido?

Edipo:
Lo sé y basta. Que se apresuren a traer al soberano de esta comarca.

El Coro:
¡Oh cielos, oid de nuevo resonar en los aires ese ruido terrible! ¡Sednos propicio, gran dios, sednos propicio! ¡Y si es un signo funesto para nuestra patria, que se nos torne favorable! ¡Que la presencia de un anciano desgraciado no vuelva contra nosotros nuestros beneficios! Zeus, a ti nos dirigimos.

Edipo:
¿Viene Teseo? ¿Podrá, hijas mías, encontrarme con vida aún, con conocimiento?

Antígona:
¿Qué prenda de vuestra fe queréis dar a su corazón?

Edipo:
Quiero, por los beneficios recibidos de él, darle la útil recompensa que mi boca le ha prometido.

El Coro:
Venid, hijo, venid, aunque estéis en la playa, ocupado en hacer un nuevo sacrificio en los altares de Poseidón, acudid. Este extranjero quiere daros a vos y a la ciudad el justo premio de vuestros beneficios. Apresuraos, príncipe, apresuraos.

Escena VI

Los precedentes, TESEO

Teseo (Al Coro.):
¿Qué gritos son esos que unánimemente hacéis resonar en los aires? He reconocido vuestra voz, he reconocido la de este extranjero. ¿Es el rayo de Zeus, es la granizada lo que le excita? Se puede conjeturar todo entre los horrores de semejante tempestad.

Edipo:
Príncipe, deseo vuestra presencia. Un dios, sin duda, ha conducido aquí vuestros pasos.

Teseo:
¿Qué ocurre, hijo de Layo?

Edipo:
Que ha llegado el fin de mi vida. No quiero morir sin mostrarme fiel a las promesas que os he hecho a vos y a esta ciudad.

Teseo:
¿Y en qué fundáis las conjeturas de vuestra muerte?

Edipo:
Los dioses mismos, los dioses, que no engañan nunca, son los heraldos que me la anuncian por los signos con que acaban de avisarnos.

Teseo:
¿Y cómo, anciano, os lo han manifestado?

Edipo:
Con los frecuentes truenos, con las flechas de fuego que lanza una mano invencible.

Teseo:
Os creo; pues he visto que sabéis predecir y que vuestros labios ignoran la mentira. Decidme, pues, qué hay que hacer.

Edipo:
Lo que voy a haceros saber, hijo de Egeo, es para esta ciudad un beneficio perdurable. En breve yo solo y sin guía os conduciré al lugar donde debo morir. Guardaos de descubrir a nadie dónde está oculto, ni hacia qué lado puede estar, si queréis que sea siempre para vos, contra los países vecinos, una defensa superior a una multitud de lanzas y broqueles. Quiero evitar el revelárselo a ninguno de estos ciudadanos y hasta a mis hijas, pese al amor que les profeso. Sed siempre el fiel depositario de este secreto, y cuando lleguéis al fin de vuestra vida, no se lo confiéis sino a quien haya de ocupar el primer rango, quien a su vez no se lo revelará sino a su sucesor: con lo que haréis de esta ciudad un escollo insuperable contra todo esfuerzo de los tebanos. ¡Cuántas ciudades, aun estando muy bien gobernadas, se han dejado cegar por el orgullo! Pero las miradas de los dioses, aunque tardíamente, se posan al fin sobre quien, rechazando las leyes de la piedad, se abandona a sus arrebatos. ¡Que el cielo os libre, hijo de Egeo, de exponeros a tal desgracia!; pero lo que puedo deciros a ese propósito, lo sabéis ya. Vamos, pues, porque la orden de Zeus me apremia; marchemos, sin desviarnos, hacia el lugar que me espera. Hijas mías, seguidme; yo os guiaré hoy como vosotras habéis guiado a vuestro padre. Retiraos, no me toquéis, dejadme a mí encontrar la tumba sagrada donde el destino quiere que yo me sepulte en el seno de esta tierra... Venid, venid adonde me conducen Hermes y la diosa de los infiernos... ¡Oh luz, que perdiste la claridad para mí, en este instante vuestros rayos alumbran mi cuerpo por última vez; pues estoy en el término de mi vida y voy a hundirme en los infiernos! ¡Oh Teseo, el más caro de cuantos me han dado hospitalidad, oh tierra, oh ciudadanos, sed por siempre felices, y en medio de vuestra dicha recordad mi muerte!

(Salen. El Coro queda solo.)

El Coro:
¡Diosa invisible, y vos, Hades, soberano de la eterna noche, si nos es permitido dirigiros nuestras plegarias, haced, os lo rogamos, que ese anciano alcance una muerte apacible, sin angustias, y descanse dulcemente en la laguna Estigia, en la región de los muertos donde todo se suma! Y vos, extranjero, después de tantos tormentos sufridos sin merecerlos, ¡que un dios justo os mire con ojos benignos!

Diosa subterránea, y tú, invencible guardián de los infiernos, monstruo horrible a quien nos representan gruñendo y acostado ante las puertas de Hades, hijo del Tártaro y de la Tierra, te suplicamos que acojas con dulzura al extranjero que va a precipitarse en la morada subterránea de los muertos: te invocamos a ti, cuyo sueño dura eternamente.

Acto quinto

Escena I

Un MENSAJERO, el Coro

El Mensajero:
Ciudadanos: puedo en pocas palabras anunciaros la muerte de Edipo; mas para las circunstancias de este acaecimiento unas breves palabras no bastan.

El Coro:
¡Ha muerto el infortunado!

El Mensajero:
Ha dejado esta vida para siempre.

El Coro:
¿De qué manera? ¿Su fin ha sido al menos dulce? ¿Parecía obra de un dios?

El Mensajero:
De un modo digno de admiración. En efecto, habéis visto vosotros, que estabais presentes, cómo ha partido de aquí sin ser guiado por nadie, y sirviéndonos de guía a nosotros. Apenas ha llegado al umbral del abismo que se arraiga a la tierra por una escalera de bronce se ha detenido hacia el sitio donde el camino se divide en varios ramales, cerca del profundo cráter donde reposan los monumentos de la eterna amistad que Teseo y Pirítoo se juraron en otro tiempo. Se ha sentado a distancia igual de la crátera, de la roca tórica, de una tumba de piedra y de un peral salvaje cuyo tronco está carcomido por los años. Se ha despojado de los repugnantes harapos que le cubrían, y llamando a sus hijas, les ha ordenado que le busquen un agua pura para baños y libaciones. Ambas han corrido a la colina de la fecunda Deméter que se divisa no lejos de allí y han ejecutado presurosas los deseos de su padre. Le han bañado y lo han cubierto con vestiduras nuevas, conforme a los ritos prescritos. Apenas ha gustado las dulzuras de los servicios que le prestaban; apenas todas sus órdenes han sido cumplidas, Zeus ha hecho sonar su trueno subterráneo. Las dos muchachas, estremeciéndose al oirlo, se han prosternado ante su padre, deshechas en lágrimas, golpeándose el pecho y lanzando largos gemidos. Edipo, en cuanto ha oído ese ruido espantoso, extendiendo ambos brazos sobre sus hijas: «Hijas mías —ha dicho— no tenéis ya padre; todo ha acabado para mí. No tendréis ya que soportar las penosas fatigas que os causaba el cuidado de mi subsistencia; eran crueles, lo sé; pero para endulzar los más rudos trabajos, os bastaba saber que nadie os amará nunca más que yo. Me perdéis hoy, y el resto de vuestra vida va, desde ahora, a deslizarse en esa privación amarga.» A estas palabras padre e hijas se han abrazado, llorando y sollozando. Al fin, calmado su llanto, y habiendo sucedido el silencio a sus gritos, una voz se ha hecho oir de repente, llamando a Edipo. El pavor ha sobrecogido a los presentes y el pelo se nos ha erizado. La voz del dios se ha oído diciendo: «¡Edipo, Edipo! ¿Qué nos detiene? Marchemos. Tardas demasiado.» Apenas ha reconocido la voz del dios ha invitado a Teseo a acercarse y le ha dicho: «Amigo mío, dadme la mano, en prenda de la fe constante que os liga a mis hijas; vosotras, hijas mías, dádmela también. Príncipe; prometedme no hacerlas nunca daño voluntariamente, sino velar por sus intereses y hacer por ellas cuanto podáis.» Teseo, como hombre generoso, le jura, conteniendo las lágrimas, cumplir sus deseos. Hecho este juramento, Edipo, colocando sus manos trémulas sobre sus hijas, les ha dicho: «Hijas mías, es preciso que, con un noble valor, os alejéis de aquí y no me pidáis ver ni oir lo que os está vedado. Retiraos al punto; que Teseo quede solo y sea testigo de lo que ha de ocurrir.» A tal orden, que hemos oído todos, nos hemos retirado, gimiendo y derramando lágrimas, detrás de sus hijas. Pero, apenas alejados un poco, hemos vuelto la cabeza; Edipo había desaparecido y Teseo, la mano en el rostro, se tapaba los ojos, como aterrorizado al aspecto de un horrible espectáculo. Luego le hemos visto prosternarse y adorar a la vez la Tierra y el Olimpo do residen los dioses. Sólo Teseo entre los mortales podría decir de qué guisa ha perecido Edipo; pues ni el rayo ha caído sobre él para reducirle a cenizas, ni la tempestad ha venido del seno de los mares para arrebatarlo; pero o algún dios se lo ha llevado, o la tierra se ha abierto por sí misma para proporcionarle un fácil paso a los infiernos. No ha sucumbido, en fin, atormentado por las angustias de una enfermedad. Hay menos motivo para llorarle que para admirarle entre todos los humanos. Si alguien juzga que he dicho cosas insensatas no trataré de persuadirle.

El Coro:
¿Dónde están ahora las dos hijas de Edipo y los amigos que las acompañaban?

El Mensajero:
Aquí se acercan. Harto las anuncian sus gemidos.

Escena II

ANTÍGONA, ISMENA, el Coro

Antígona:
¡Cuán desgraciadas somos! Hoy hemos de llorar, y el resto de nuestra vida la sangre a quien se la debemos, la sangre lamentable de un padre por quien hemos constantemente padecido trabajos y por quien hasta nuestra muerte, nuestros ojos y nuestro corazón han de padecer todavía tanto.

El Coro:
¿Qué ha sucedido?

Antígona:
Lo que no podría imaginarse, amigos míos.

El Coro:
¿Ha muerto?

Antígona:
De la manera que vosotros más habríais deseado. ¿Qué otra cosa mejor puede desearse? No ha tenido que sufrir el embate de Ares ni el del mar, sino que las entrañas de la tierra, abriéndose a la luz, se han apoderado de él y han puesto fin a su vida de una manera inesperada. ¡Ahora una noche funesta se tiende para siempre ante nuestros ojos! ¿En qué tierra apartada; sobre qué olas tempestuosas habremos de errar y buscar el sustento para conservar una vida insoportable?

Ismena:
¿Quién sabe? ¡Que el dios de los muertos me lleve a su imperio y me junte a mi padre! Lo que me resta de vida no es ya nada para mí.

El Coro:
¡Oh las más generosas de todas las hijas!, hay que sufrir con valor los males que los dioses os envían; no os dejéis extraviar por vuestro dolor; vuestra suerte no es tan deplorable.

Antígona:
Añoro ¡ay! hasta los males que compartía con él; lo que había en ellos de más penoso era un placer para mí cuando le sostenía en mis brazos. ¡Padre mío, amigo mío, a quien las tinieblas de la tierra ahora envuelven, nunca vuestra vejez dejó de serme cara! ¡Que no cese yo nunca de amar vuestra memoria!

El Coro:
¿Ha muerto, pues?

Antígona:
Ha muerto como deseaba.

El Coro:
¿Qué decís?

Antígona:
Ha muerto en esta tierra extraña donde deseaba morir. El lecho fúnebre donde reposa está cubierto de eterna obscuridad y el duelo en que nos deja nos hará verter lágrimas inagotables. Sí, padre mío, para siempre mis ojos os han de llorar; no tengo en mi dolor consuelo alguno. ¡Debíais, ¡ay!, morir en una tierra extraña y dejarme al morir en tan triste abandono!

Ismena:
¡Desgraciadas! ¡Privadas una y otra de un padre querido, a qué abandono, también a qué estado miserable me veo condenada con vos, hermana mía!

El Coro:
Amigas nuestras; puesto que ha acabado tan felizmente su vida, cesen vuestras quejas. No hay nadie que escape a la desgracia.

Antígona:
Volvamos sobre nuestros pasos, hermana.

Ismena:
¿Qué pretendéis hacer?

Antígona:
Un deseo me posee.

Ismena:
¿Qué deseo?

Antígona:
Ver la morada subterránea...

Ismena:
¿De quién?

Antígona:
De mi padre. ¡Cuán desgraciada soy!

Ismena:
¿Lo creéis permitido? ¿No veis...?

Antígona:
¿Cuál es el objeto de vuestro reproche?

Ismena:
¿No veis? Digo...

Antígona:
¿Qué queréis? vuelvo a preguntaros.

Ismena:
Ha muerto sin tumba, sin testigos...

Antígona:
Llevadme allí, y cuando lleguemos quitadme la vida.

Ismena:
¡Desgraciada! ¿Y cómo podría yo soportar el peso de mi vida condenada a la indigencia y a la soledad?

El Coro:
Amigas nuestras, no temáis nada.

Antígona:
¿Dónde huiré?

El Coro:
Habéis ambas, huyendo de vuestro país, evitado los peligros a que estabais expuestas.

Antígona:
Yo pienso...

El Coro:
¿Qué?

Antígona:
Cómo volveremos a nuestra patria, y no veo medio alguno.

El Coro:
Dejad de pensar en ello. Sería muy penoso.

Antígona:
Lo es hace mucho tiempo; antes por superar a nuestras esperanzas, ahora por superar a nuestras fuerzas.

El Coro:
¡En qué vasto mar de inquietudes habéis caído!

Antígona:
¿Dónde, oh Zeus, dirigiremos nuestros pasos? ¿Hacia qué esperanzas un dios favorable me conducirá ahora?

Escena III

Los precedentes, TESEO

Teseo:
Hijas mías, cesen vuestros llantos. No cuadra verter lágrimas en una ocasión en que esta comarca os demuestra su espíritu benéfico; sería un ultraje.

Antígona (A Teseo.):
Hijo de Egeo, nos prosternamos ante vos.

Teseo:
¿Qué queréis de mí, hijas mías?

Antígona:
Ver con nuestros propios ojos la tumba de nuestro padre.

Teseo:
Eso os está vedado.

Antígona:
¿Qué decís, soberano de Atenas?

Teseo:
Hijas mías, él mismo me ha prohibido dejar nunca a nadie acercarse a tal sitio y descubrir a mortal alguno el asilo sagrado donde reposa. Sólo permaneciendo fiel a sus órdenes, me ha dicho, puedo poner para siempre esta comarca al abrigo de toda desgracia. El genio que vela sobre nosotros y Zeus que lo oye todo han escuchado mis juramentos.

Antígona:
Ya que tal fué su voluntad, me someto a ella. Enviadnos a Tebas, que podamos prevenir al menos el golpe mortal que dos hermanos intentan asestarse.

Teseo:
Haré lo que me pedís y todo lo que pueda seros ventajoso y halagar al que acaba de descender a las entrañas de la tierra. No me cansaré de seros útil.

El Coro:
Suspended, pues, el curso de vuestros gemidos, gustad algún reposo. Cuanto el rey os ha prometido se realizará.


Publicado el 20 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
Leído 204 veces.