«El infierno es un lugar en que no se ama.»
Santa Teresa de Jesús
La casa cural de la aldea de *** era la única habitación un tanto civilizada que se encontraba en aquellas comarcas. Después de la muerte de mi madre, mi hermana y yo fuimos a pasar algunos meses al lado del cura, que era nuestro tío.
Una noche se presentó un viajero suplicando que le diesen hospitalidad a él y a su señora que había enfermado repentinamente en el camino. Por supuesto nos apresuramos a abrirles la puerta de nuestra humilde habitación, ofreciendo nuestros servicios con el mayor gusto; no solamente excitadas por aquel espíritu de fraternidad que abunda en los campos, sino impelidas por la curiosidad latente que abriga todo él que vegeta en la soledad después de haber vivido en el seno de la sociedad.
El caballero no llegaría a los cuarenta años; alto un tanto robusto pero bien formado; sus modales cultos y su lenguaje cortés; pero en sus ojos de un azul pálido se notaba cierta rigidez y frialdad que imponía respeto a la par que aprehensión. Los ojos azules no son susceptibles de mucha expresión, pero cuando nos miran con suma dulzura son fríos, duros e inspiran súbitas antipatías.
La señora era más joven, pero estaba tan pálida y delgada y era tan débil y pequeña, que en el primer momento sólo vimos brillar un par de ojos negros y luminosos como dos estrellas en un cielo oscuro.
Supimos que don Enrique Nuega era un rico propietario de Jirón que tenía una hacienda cerca de nuestro distrito y a donde había pensado permanecer tiempo con su esposa; pero la enfermedad de Matilde interrumpió el proyectado viaje. Se quedó, con nosotros, y nuestros cuidados y el interés que tomamos por su salud, nos granjearon en breve su confianza y cariñito. Don Enrique parecía siempre fino y cuidadoso en todo aquello que tocaba las comodidades materiales de su esposa, pero se manifestaba frío y desabrido en sus conversaciones con ella; y Matilde, por su parte, rara vez le dirigía la palabra y en su presencia no aventuraba una opinión y procuraba callarse si al entrar él estaba conversando.
—Vivía triste, enferma —nos decía a veces—, pero he hallado en ustedes una verdadera familia que me ha proporcionado muchos consuelos, e inspirado una confianza que no esperaba tener ya en el mundo. Hacía dos meses que Matilde estaba con nosotros. Don Enrique, que se hallaba ausente, debía llegar en esos días para conducirla nuevamente a Jirón, porque se había visto que el clima de la hacienda no le podía convenir. Una tarde estábamos sentadas las tres en el corredor exterior de la casa como lo hacíamos siempre al caer el sol. Matilde, reclinada en un silloncito bajo, parecía una blanca sombra en medio de la oscuridad naciente. Pocos momentos antes había recibido una carta de su esposo en que le anunciaba el día de su llegada, lo que parecía causarle una emoción dolorosa, pero guardaba silencio. Mi hermana y yo, no recuerdo porqué motivo, discurríamos vagamente acerca de los propósitos que se hacen con entusiasmo y que después no se cumplen.
—Los propósitos rara vez se cumplen —dijo de repente Matilde mezclándose en la conversación—; ¡lo sé por experiencia!
—Y con pesar lo dice —contesté riéndome.
—Pues... cuando quedé viuda —continuó ella—, hice el firme propósito de no volverme a casar; ¡y ya ven ustedes qué bien lo cumplí! Me casé por segunda vez, a pesar de haber sido muy desgraciada en a primera.
—Pero don Enrique —dijo mi hermana—, le inspiraría a usted tanto cariño, que olvidaría su resolución.
—¡No fue así! —exclamó la pobre mujer cubriéndose la cara con las manos; yo no le amaba...
—¡No lo amaba!
—No, prosiguió con acento agitado, no... si mi mano temblaba en la suya. Si su mirada me hacía bajar los ojos y si me conmovía su voz, ¡no era de amor! No podía ser amor lo que sentía, puesto que otro ocupaba siempre mi pensamiento y poblaba mis sueños con su querida imagen... Cuando se me acercaba Enrique, lo que hacía latir mi corazón era cierta aprehensión indefinible, miedo de que me hablase, y mi primer impulso era huir; pero al mismo tiempo tenía orgullo en que me amase... ¡deseaba conquistar su admiración! ¡Oh! ¡ese deseo loco de ser admiradas es la causa de muchas de las desgracias que agobian a las mujeres! Yo no lo amaba; me hacía una dolorosa impresión el ver sus claros ojos fijos en mí y recordaba la cariñosa y viva mirada de Fernando... pero él estaba ausente, y nunca había dicho una palabra que me indicara que me amaba, por lo que procuraba no pensar en él. El afecto de Enrique me esclavizaba, y aterrada al entrever al abismo que se nos interponía no podía contestar a sus protestas de amor, silencio que él achacaba a timidez, afirmándose en creer que mi corazón era suyo; y yo que no me atrevía a desengañarlo, no obstante que aterrada, palpaba la incompatibilidad de nuestras ideas y sentimientos, germen seguro de discordia. Recordaba entonces las largas conversaciones que teníamos Fernando y yo... Enrique tiene un carácter retraído y habla con dificultad, mientras que el otro tenía el don de la palabra, cualidad más rara de lo que se cree, y sus pensamientos siempre elevados y palabras escogidas me llenaban de encanto; y con todo esto la pasión de Enrique me arrastraba, me llevaba con los ojos abiertos hacia una vía sin salida... ¡Oh!¡triste vanidad! por gozar de la estéril satisfacción de verme adorada por Enrique, permitía que él creyese que le correspondía, mientras que todas las potencias de mi alma, las más bellas aspiraciones de mi corazón se hallaban concentradas en la dulce memoria del ausente. ¿Qué misterio, qué magnetismo oculto era aquel que me impelía hacia Enrique? No sé: su carácter me era antipático y a su lado me sentía indiferente y fría... Cuando me casé la primera vez, también me había visto arrastrada por un amor que no podía corresponder; pero entonces era tan niña que mi inexperiencia me disculpaba.
Y al decir esto Matilde se cubría la cara y parecía tan conmovida que permanecimos calladas, temiendo que le repitiesen los ataques nerviosos que había sufrido, provocados ahora por la exaltación de sus recuerdos, que podía serle muy perniciosa. Al cabo de un momento procuramos calmarla cambiando de conversación.
—Es preciso —dijo al fin luchando para afirmar su voz—, es preciso que les refiera este episodio de mi vida.
—Pero si eso la agita...
—Alguna vez habré de desahogarme y dar rienda suelta al sentimiento que siempre ha permanecido en el fondo de mi corazón... Además, si no les refiriera lo que ha causado mi emoción y explicara mis palabras, tal vez me creerían loca.
«No nací en Jirón; allí no tenía más pariente que un tío muy anciano (a cuyo lado me retiré, al quedar viuda) y un hermano que hace muchos años reside en el extranjero. Vivía con mi tío y retraída de la corta sociedad que podía frecuentar, con propósito de no volverme a casar; los recuerdos de mi vida matrimonial eran demasiado amargos, y las pocas personas que me visitaban comprendían la situación en que se hallaba mi ánimo, y no trataban de apartarme de mi cuerda resolución. Así pasé varios años, libre, satisfecha y resignada; mi vida, era tranquila a la par que monótona, cuando una circunstancia vino a agitar mi corazón. Un pariente lejano de mi esposo, que había conocido años antes, vino a radicarse en Jirón, y al cabo de poco tiempo todos mis sentimientos habían cambiado y un horizonte nuevo se abrió para mi espíritu. Mi tío simpatizó mucho con Fernando, que así se llamaba, y en breve lo recibimos en nuestra intimidad, pues su amistad llegó a serme muy atractiva. Según comprendí era viudo, pero jamás hablaba de su esposa, la que había oído decir vagamente se manejó mal con él, y éste era un motivo más de simpatía entre los dos.
Hacía poco más de un año que Fernando vivía en Jirón cuando, habiendo enfermado gravemente mi tío y no teniendo allí pariente alguno, Fernando se dedicó completamente a servirnos, ayudándome con suma bondad y fineza a cuidar del anciano.
Yo había avisado a Enrique (que es mi primo) el peligro en que se hallaba su padre, y al cabo de poco tiempo llegó de Bogotá. Jamás le había visto y la primera impresión que me causó fue de desagrado, probablemente por la manera desabrida con que recibió a nuestro buen amigo, a quien había conocido años antes en Popayán, de donde era Fernando; desabrimiento que desde luego se convirtió en un despego tan singular como injusto. Por lo que hace a mí, parece que desde el principio me cobró un cariño tan repentino, que no abandonaba casi nunca mi lado, mostrándose sumamente fino y amable, mientras que sus modales bruscos y palabras cortantes hicieron comprender a Fernando que debía retirarse de la casa para no perder en dignidad.
La falta de las visitas de nuestro amigo me afligió muchísimo, y esto más que todo me dio a conocer mis sentimientos, pero mayor fue mi pena cuando recibí una carta en que se despedía para siempre, según creía de Jirón, pidiéndome permiso para escribirme algunas veces.
Enrique se manifestó francamente encantado con la ausencia de Fernando, y no vaciló entonces en declararme que me amaba, aunque tuvo la delicadeza al principio de decirme que era muy desgraciado porque sabía que yo tenía propósito de no volverme a casar.
Siempre había oído decir entorno mío que Enrique tenía un carácter extraño, pues no se le había conocido pasión por ninguna mujer, y él declaraba no haber amado verdaderamente jamás. La idea de haberlo fijado me enorgullecía y halagaba la vanidad. Al mismo tiempo creí que lo que me decía era la verdad y que efectivamente estaba en mi poder hacer feliz o desgraciado a aquel hombre, y creyendo mostrarme compasiva no más le permití alimentar esperanzas que no tenía la intención de dejar realizar.
Fernando había vuelto a Popayán, y de allí las comunicaciones con las provincias del Norte son tardías y difíciles, de modo que nuestra correspondencia se hizo lenta e irregular, pasándose mucho tiempo algunas veces antes de recibir carta de Fernando, lo que me causaba mucha pena e inquietud. Mientras eso el afecto de Enrique se hacía cada día más exigente y yo tenía que sufrir mucho de sus celos injustos y su genio violento que me causaba mil disgustos; pero mi vanidad se encontraba lisonjeada y permitía que me dijese que yo era todo su porvenir, su esperanza y consuelo. Mi vida antes tan tranquila se había trocado en afanosa y sobresaltada, faltándome el valor para emanciparme de una dominación, que se me imponía y me hacía desde luego desgraciada.
Al cabo de algunos meses recibí una carta de Fernando que me causó una impresión tal que decidió de mi suerte. Me decía que su esposa vivía aún, pero separada de él hacía muchos años; pero entonces al volver a Popayán supo que durante todo el tiempo que la había dejado, su conducta irreprochable demostraba un profundo arrepentimiento, y concluía suplicándome que le aconsejara lo que debía de hacer, pues confiaba tanto en mi amistad y buen sentido que siempre encontró en mí que no vacilaría en seguir mi opinión. 'No debería yo —me decía—, unirme otra vez a mi esposa, y cumplir así un deber aunque no podré nunca amarla ya?...' Al leer esa frase el corazón se me partía y dejé caer la carta mientras el llanto más amargo humedeció mis mejillas. Hice un esfuerzo supremo para vencer un dolor indebido y serenarme. Le contesté inmediatamente, con aparente libertad de ánimo, alabando sus sentimientos como muy nobles y animándoles a seguir los impulsos de su corazón, puesto que su esposa había reconquistado su estimación y él le debía, si no amor al menos protección. Mi mano temblaba y se me nublaban los ojos, pero en mis frases nadie hubiera conocido el esfuerzo que hacía: le agradecía, muy de veras que hubiese pensado en mí para pedirme un consejo como aquel, lo que probaba la buena opinión, que tenía de mí. Acababa de enviar la contestación cuando tuvo la idea de que aquel consejo que me pedía era un ardid de que se había valido para hacerme comprender su situación, porque había leído los sentimientos que abrigaba en lo más íntimo de mi corazón... Sentí al pensar así, que se me encendían las mejillas de vergüenza, y esa noche, en un rapto de orgullo (para demostrarle que jamás lo había preferido) ofrecí a Enrique que sería su esposa. Fernando me escribía que debía ir pronto a Jirón para arreglar un negocio allí pendiente, y queriendo poner una barrera más entre los dos prometí a mi primo que nos casábamos lo más pronto posible. Nuestro comprometimiento debería ser un secreto entre los dos hasta que se arreglaran ciertas formalidades que era preciso allanar antes de nuestro matrimonio, y que obligaron a Enrique a emprender viaje a Bogotá.
Cuando me encontré sola otra vez con mi tío sentí un alivio grande, libre de aquella imperiosa voluntad que me dominaba, y al mismo tiempo comprendía el ningún cariño que le tenía, pues no podía separar de mi memoria otra imagen verdaderamente querida; es imposible arrancar en un día el afecto que se ha arraigado hasta en las más recónditas fibras del corazón, que hace parte de todos nuestros pensamientos y vive con nuestra vida.
Antes de que partiese Enrique había intentado hacerle saber la correspondencia tan sencilla y verdaderamente amistosa que sostenía con Fernando, pero no me atreví al recordar la extraña antipatía que siempre le había manifestado, y me hacía temblar su genio violento y desconfiado.
No tenía una amiga a quien hablarle en confianza, pues mi carácter tímido y retraído no me había permitido formar una sola amistad íntima. El matrimonio me aterraba, y por momentos deseaba morir más bien que ser la esposa de Enrique. En esos días una carta de Fernando hubiera sido para mí como la gota de rocío para la flor que se marchita, como un repentino apoyo para el que va a caer; pero ninguna recibí entonces.
Era presa aún de esas luchas cuando volvió mi primo y después de oír nuevamente sus protestas de afecto no pude tener la suficiente resolución para hablarle claramente. Se fijó el día del matrimonio, se dio parte a mi tío y a sus amigos más íntimos... Me fueron a felicitar y Enrique parecía muy contento y mi tío encantado. ¡Ya no había remedio! Mi deber me imponía destruir hasta la última memoria de Fernando. Me encerré en mi cuarto y fui sacando una a una las cartas que me había escrito y los recuerdos que de él tenía y fui quemándolo todo... Cuando concluí, miró con honda tristeza aquellas cenizas que era lo único que me quedaba de la época más feliz de mi vida... ¡Ceniza aquella amistad tan pura y elevada, tan grande y verdadera, mi sola dicha en el mundo, mi único consuelo! ¡ceniza las dulces esperanzas de días mejores; ceniza sus nobles expresiones, sus bellos sentimientos!... ¡Mi corazón también parecía haberse convertido en ceniza! La luz de la aurora entraba ya por mi ventana cuando recogí las cenizas dispersas por el cuarto y las arrojé al jardín. No debía quedar ni señal de lo que acabó para siempre.
Las mujeres somos débiles y naturalmente cobarde de espíritu, inclinándonos ante una voluntad que se nos impone con energía; así no me fue posible luchar contra el amor de Enrique tan seguro de sí mismo... A medida que se acercaba el día del matrimonio me sentía llena de una agitación febril que por momentos me sacaba de juicio..., parecíame ver a Fernando en todas partes, y oía su voz repitiendo las expresiones y frases que me decía en otro tiempo y que olvidadas, ahora renacían en mi memoria.
Por fin llegó el día tan temido; pero cosa rara, sentí de repente mi corazón tranquilizarse y mi espíritu serenarse ante la irrevocable decisión de mi suerte, en la cual ya no cabía mudanza posible.»
Diciendo esto Matilde exhaló un profundo suspiro y calló.
«La luna, que había estado oculta tras de los árboles del cercano bosque, se presentó de repente ofuscándonos casi con repentina claridad e inundando de luz el espacio abierto que llamábamos plaza de nuestra aldea.» Matilde levantó los ojos que había tenido fijos en el suelo y poniéndolos en la luna con expresión meditabunda continuó su narración:
«Las primeras semanas de matrimonio las pasé haciendo lo posible para descubrir en Enrique cualidades que me lo hicieran estimar, y creo que al fin hubiera podido olvidar suficientemente podido olvidar suficientemente lo pasado para estar contenta con lo presente cariñosos mimos y cuidados, manifestándose en extremo tierno y amable conmigo, pero esto tuvo un pronto término, en parte por culpa mía.
Era un deber de amistad comunicar a Fernando mi matrimonio, pero fui difiriendo este acto de cortesía común, y después encontraba muchas dificultades para llevarlo a cabo. Hay personas con quienes no es posible fingir lo que no se siente, y yo comprendía que para anunciarle mi matrimonio era preciso decirle que amaba a Enrique, lo que negaba mi corazón, y prefería no escribirle a sostener una mentira.
Hacía como un mes que me había casado cuando, estando una tarde sola en mi pieza, me trajeron una carta de Fernando. Al recibirla sentí una vivísima emoción y como un presentimiento de desgracia. Traía fecha bastante atrasada; escrita en Bogotá, tenía un estilo extraño y carecía de firma. Me decía que los díceres públicos le habían hecho saber que yo pensaba casarme muy pronto con Enrique. Esto le había admirado mucho y en frases ambiguas pero cuyo significado no podía ser dudoso añadía que si todavía era tiempo desistiera a todo trance de semejante enlace; que Enrique no podía ser nunca digno de mí, de lo cual me convencería muy pronto cuando pudiese hablar conmigo, como lo haría al volver a Jirón en esos días. Además me acusaba recibo de varias cartas mías, lo que probaba nuestra correspondencia.
Tenía todavía la carta en la mano acabándola de leer cuando oí entrar a Enrique de la calle y preguntar al sirviente si el correo había traído algo para él.
—No señor —contestó—, no había más que una carta para la señora.
—¿Quién te escribe? —preguntó entonces Enrique entrando a mi pieza, y con una mirada afectuosa (la última cariñosa que vi en sus ojos) se acercó para tomarme la mano, y la iba a llevar a sus labios cuando notó mi turbación.
—¿Qué tienes? —añadió—; ¿qué te han escrito?
—¡Escrito! —exclamé, y casi sin saber lo que me hacía apretaba la carta entre las manos.
—Sí... ¿de quién es esa carta?
—¿De quién?... no sé...
—¡No sabes! Esto es más extraño...
Enrique palideció y de repente se sonrojó al decir:
—¿De veras no sabes?
No contesté.
—¡Dame esa carta! —añadió.
—No puedo... —contesté tratando de ocultarla.
—¿No?... tengo derecho de verla, la exijo... Y sin quererme hacer caso me la arrancó y se acercó a la ventana.
—¡Por Dios! —exclamé tomándole el brazo, devuelvemela—; tú no debes leerla.
—¿Estás loca?
—No, no... ¡devuélvemela! —seguí diciéndole con aire de súplica.
—No, ya es imposible.
—Si me amas...
—Tus súplicas mismas me obligan a leer esto —contestó apartándome con aire imperioso y sin dejar de mirar la carta abierta que temblaba en sus manos.
—¡Enrique... Enrique! mi carta... —decía yo en tanto, fuera de mí, pero sin atreverme a acercarme a él.
Levantó entonces la mirada y la fijó en mí fríamente. Su exaltación momentánea había pasado para dar lugar a un aire de determinación e ira concentrada mucho más terrible.
—Me causa suma curiosidad —contestó—, saber por qué te afanas tanto, y no daría esta carta por todo el oro del mundo.
Esa fue la última vez que me tuteó.
Comprendí entonces que era inútil insistir más, e inclinándome ante mi suerte me senté en silencio.
—¡Sin firma! —murmuró entre dientes Enrique, clavándome despreciativamente los ojos, y sin más decir me volvió la espalda y siguió leyendo.
Un momento después vino hacia mí, sumamente pálido y casi trémulo, y me miró durante algunos segundos.
—No necesito preguntar quién ha escrito esto —dijo al fin devolviéndome el papel—; conozco la letra... y la persona.
Iba a salir, cuando haciendo un esfuerzo corrí tras de él y lo detuve.
—Enrique —dije—, escúchame, permíteme explicar...
—¿Explicarme qué? —contestó con acento helado—. Usted sabe, señora, que esto no puede tener excusa... ¡Usted, me ha engañado!
—¡Engañado! ¿cómo?
—Sí, engañado... Ha tenido hace mucho tiempo correspondencia con un enemigo mío, ¡y yo lo ignoraba!
—Yo no sabía que fuese enemigo tuyo.
—¿No? ¿Será una prueba de amistad hacia mí lo que dice aquí? ¿Si no hubiera sabido usted que yo odiaba a ese hombre me habría ocultado su tierna amistad con él?
—Sin embargo, todavía le falta coronar su obra, desacreditándome de palabra... Tengamos paciencia —añadió con ironía—; cuando venga acabaremos de saberlo todo.
Diciendo esto salió.
No procuré entonces detenerlo, conocía suficientemente su carácter violento y vengativo; sabía que nunca iría una explicación y que cuanto hiciera sería inútil.
Lo oí bajar las escaleras lentamente y salir. Temblando me acerqué a los cristales del balcón. Lo vi detenerse un momento en el portón y después subir la calle, pero al pasar por debajo del sitio en que me hallaba oí dos exclamaciones simultáneas.
—¡Fernando!
—¡Enrique!
—¡Qué feliz encuentro! —dijo Enrique con acento irónico. Necesitaba hablar con usted.
—¿Qué se le ofrecía?
—Una friolera, como usted verá. Venga, y paseándonos hablaremos.
Se alejaron conversando; escuchó el ruido de sus pisadas en la calle solitaria hasta que las ahogó la distancia, y permanecí como anonadada en el mismo sitio. Pasó la tarde y llegó la noche. No me movía del sitio cerca de la ventana; las imágenes más horribles, las escenas más sangrientas se me presentaban por momentos, y cada hora que transcurría me suscitaba una angustia nueva. A media noche volvió Enrique, se admiró al verme todavía allí, pero no dijo una palabra, ni yo me atreví a hablarle. Entró a su cuarto y lo cerró. ¿Qué había sucedido con Fernando? Toda la noche me hice esta pregunta, casi fuera de mí y presa de una inquietud indecible.
Al aclarar el día me levantó sin haber podido dormir; Enrique no salía de su cuarto pero una parte de la noche lo oí medirlo con sus pasos. No sabiendo cómo calmar mi creciente agitación, quise buscar un consuelo donde tenía seguridad de hallarlo, tomé la mantilla y me dirigí a la iglesia. No sé si oré: mi espíritu no podía fijarse, en nada, pero el sitio, la serenidad que infundía recogimiento y el silencio del templo me hicieron un gran provecho, y ya me sentía más resignada cuando me quise levantar para salir. En el momento en que recogía mis libros (la iglesia estaba solitaria) se acercó un niño con aire sigiloso se hincó a mi lado y tornando un libro puso dentro una carta y salió corriendo; le permití hacer esto sin oponerme, me sentía impotente para hacerlo..., como impelida por una voluntad invencible tomé mis libros, me levanté y salí también. Al llegar a la puerta vi que cruzaba la esquina la sombra de una persona que me pareció la de Fernando. En la calle me detuvieron varias personas hablándome de cosas indiferentes; yo contestaba maquinalmente apretando el libro que encerraba la misteriosa carta y casi demente con las interrupciones que me impedían volver a casa.
Como lo había presentido, Fernando me escribía. Empezaba asegurándome que era la última vez que se dirigía a mí y eso porque creía indispensable darme algunas explicaciones. Parece que durante la conversación que había tenido con Enrique había ofrecido espontáneamente no volverse a comunicar conmigo después de salir de Jirón, pero no prometió que dejaría de explicarme, antes de partir, las palabras que dijo respecto de él: esto se lo demandaba su dignidad, pues no quería aparecer como un calumniador delante de mí. Aunque yo conocía vagamente los acontecimientos de su vida, creía necesario, darme algunos pormenores más. Se había casado muy joven con una niña también de muy tierna edad, pero al cabo de dos de dos años de matrimonio tuvo que ausentarse por bastante tiempo del Cauca, dejando a su esposa casi sola en una hacienda no lejos de Popayán. Cuando volvió encontró a su esposa sumamente abatida, y al fin en un momento de remordimiento le confesó que ya no era acreedora de su cariño..., que había huido de su casa con un joven que le juró amarla eternamente, pero que esa eternidad sólo había durado algunos días, abandonándola después, o más bien obligándola a volver a la casa de su esposo, y tratando de persuadírla que debería guardar el secreto de su locura. Ella, entre temerosa de que se descubriese lo hecho, pues, había debido estar en casa de una amiga durante los días de su ausencia, y aguijoneada también por el remordimiento, prefirió referirlo todo a Fernando y sufrir el justo castigo que creía merecer.
Fernando despechado se separó de ella inmediatamente, pero le ofreció perdonarla si algún día le confesaba quién era el autor de su desgracia, a lo que de ningún modo accedió, ni él lo pudo descubrir.
Pasaron años después de esto, durante los cuales la conducta de la pobre mujer fue intachable, por lo que Fernando, alentado, según me decía, por mis consejos, volvió a proponerlo el perdón con las mismas condiciones. Ella ofreció decirle quién era el culpable compañero de su fuga si Fernando le prometía no castigarlo nunca. Cuál sería su pena, me decía, cuando supo casi al mismo tiempo que Enrique había sido el destructor de su felicidad y estaba a punto de ser el esposo de la amiga que mayor simpatía le inspiró en los días más tristes de su vida. Deseoso de que yo no fuese víctima de un hombre cuyo carácter no podía ser bueno, me escribió la carta que tan desgraciadamente había leído Enrique.
No sabía que el matrimonio se había verificado ya cuando se encontró con Enrique en la puerta de su casa un momento después de haber llegado a Jirón. Felizmente, Enrique humillado con la noble conducta de Fernando, no se atrevió a mostrarle su rabia y prometió no volver a hablarme del asunto de la carta si él le ofrecía cortar toda relación y correspondencia conmigo. Acababa la carta con estas palabras que no podré olvidar. Cumpliré mi promesa aunque me cueste mucho abandonar una amistad que tanto bien me ha hecho. Mucho temo que la vía que usted ha escogido no sea la de la felicidad, así como la mía no lo podrá ser tampoco nunca. Pero es preciso inclinarnos ante las leyes de la suerte. ¡Adiós! ¡paciencia y valor!
¡Paciencia y valor! Cuántas veces me han faltado estas dos virtudes en el curso de los años trascurridos desde entonces. He oído hablar de los sufrimientos de un desgraciado que, estando encadenado a un compañero de cárcel, éste murió durante la noche y permaneció muchas horas en contacto con un cadáver. ¡Ésa ha sido mi vida por espacio de seis años! Enrique ha sido siempre de mármol para conmigo: jamás ha podido perdonarme que yo supiera ese episodio de su pasado, ni ha olvidado mi falta de sinceridad. Su amor murió completamente... Cumple su deber ante la sociedad como esposo, pero nada más. Su padre expiró en mis brazos y lloré amargamente la pérdida del buen anciano; pero el corazón de Enrique ha permanecido duro para conmigo: pasó esa pena encerrado en su dolor y retirado de mi simpatía.»
Calló Matilde, y no pude menos de preguntarle:
—¿Nunca procuró usted ablandar aquel carácter férreo con palabras bondadosas?
—Sí..., al principio intenté hacerlo varias veces; pero su mirada siempre fría, sus sarcásticas observaciones y la profunda aunque cortés indiferencia que manifiesta por mis sentimientos e ideas, me obligaron a desistir. Se han pasado seis años y así he vivido: luchas interiores, silencio en torno mío, y un desierto en mi corazón.
—No sé que autor dice —repuso mi hermana—, que «el más ligero velo entre dos almas puede convertirse en una muralla de bronce».
—¿Y ha vuelto usted a ver a Fernando? —pregunté.
—No; volvió al Cauca con su esposa, y dicen que viven felices, pero no he vuelto a verlo ni a tener noticias directas de él. Ya ven ustedes cómo un carácter débil como el mío puede labrar su desgracia, puesto que no tuve energía para resistir a un matrimonio que me repugnaba, ni valor después para conservar un afecto que tenía el deber de guardar, una vez que lo había conquistado. Creo que al fin Enrique se hubiera hecho dueño de mi cariño, pues todos tenemos, aunque sea por hábito, que amar a las personas con quienes vivimos; pero su inflexibilidad me llena de aprehensión. Muchas veces me amedrenta el encontrar en mi corazón vivo aún el recuerdo de lo pasado, es decir la época antes de aquella en que conocí a Enrique, en contraste con la amarga realidad de lo presente. Si pudiera olvidarlo alguna vez sería más feliz, y acaso conseguiría una existencia tranquila. ¡El recuerdo es tan triste!
—No todo recuerdo es triste —observé—, puesto que algunos en vez de causar penas suavizan el espíritu y consuelan el corazón lastimado por lo presente.
—El recuerdo es siempre cruel —contestó con voz grave—; si es de dicha nos entristece porque jamás volverá; si es de pena, porque la volvemos a padecer en la imaginación.
—Me inclino a creer lo contrario —dijo mi hermana—, pues la memoria es una fuente de goces inapreciables. Sean dulces o amargos, tristes o alegres, los recuerdos se hallan en el fondo de toda alma sensible: ellos nos deleitan renovando las escenas de nuestra vida: con ellos se olvidan las penas presentes; de manera que, bien considerado todo, la ficción mitológica del río Leteo es una de las creaciones más paganas que nos ha legado la antigüedad.
—No —interrumpió Matilde—, la vida es un tejido de penas, y se pudieran dar las poquísimas dichas que encierra para tener la fortuna de olvidar el resto.
—Usted no lo cree así —repuse—: ¿quién querría olvidar completamente su vida pasada? La memoria de nuestros pesares mismos nos consuela, da esperanza y nos hace desear lo porvenir. Aunque el espíritu, es decir las ideas, cambian radicalmente a medida que van pasando los años, y al cabo de algún tiempo nuestras opiniones son distintas, no sucede lo mismo con el corazón, cuyo modo de sentir no varía por más que se trasformen las ideas; lo que nos lo demuestra es ese indeliberado apego que tenemos a la recordación de las cosas pasadas en que fuimos actores.
—Esto me hace pensar —añadió mi hermana—, en un episodio de la vida de una mujer, que si no interesa por lo dramático, de que carece, debe interesar como comprobación de esta verdad: que un recuerdo, aunque vago, puede ser benéfico, y es a veces más duradero y firme de lo que generalmente se cree.
—¿Pudiera usted referírnoslo? —preguntó Matilde.
—Lo haré gustosa; bien que, repito, no se trata de una anécdota dramática, sino de acontecimientos comunes, que tal vez me interesaron por la manera en que los oí referir. Pido plazo hasta mañana para ordenar mis ideas a fin de hacer la narración lo menos causada posible.