Siendo yo niño (de esto hace luengos años) cuando mi madre y mis hermanas preparaban algún amasijo o cosa delicada, para cuya cooperación no necesitaban de mis deditos que en todo se metían, ni de mi lengüita que todo lo repetía, todas decían en coro:
«Que lleven a Pachito a casa de su madrina.» Yo escuchaba esta sentencia sin apelación, entre alegre y mohíno, y salía de la casa muy despacio, siguiendo a la criada a media cuadra de distancia, y deteniéndome a cada momento para atar las correas de mis botines y recoger la cacucha que me servía de pelota, y así distraía las penas de mi destierro.
Sin embargo, al llegar a casa de mi madrina, las delicias que me aguardaban allí me hacían olvidar las que perdía. Pero antes de entrar, digamos quiénes éramos mi madrina y yo. Yo (ab jove principium) era el último de los diez hijos que mi pobre madre dio a luz: mis nueve hermanas mayores no me idolatraban menos que las nueve musas a Apolo, y yo era naturalmente, en la familia considerado como un fénix, un portento. En ella abundaban dos plagas: pobreza y mujeres. Mi padre, después de trabajar mucho y como un esclavo, murió, a poco de nacido yo, dejándonos escasamente lo necesario para vivir con humildad; mas a pesar de nuestra pobreza, vivíamos todos unidos y satisfechos: ¡preciosa medianía, por cierto, en la que se vive sin afanes y contento y tranquilo!…
Doña María Francisca Pedroza, mi madrina, tenía unos sesenta y cinco años cuando la conocí, o más bien, cuando mis recuerdos me la muestran por primera vez. Era la última persona que existía de esa rama de nuestra familia; se preciaba de haber conocido mucho a los virreyes y frecuentado el palacio en esos tiempos, y lamentábase amargamente de la independencia que había sumido a su familia en la pobreza, quedándole a ella por único patrimonio una casita. Cada vez que estallaba una revolución, mi madrina se mostraba muy chocada, asegurando que este país no se compondría hasta que volvieran los españoles. Era de pequeña estatura y enjutas carnes, morena de tez de español viejo, es decir, amarillenta, ojos negros y pequeños y nariz afilada; no debía, en fin, de haber sido bonita en sus mocedades, y mis hermanas sospechaban que por eso había permanecido soltera y era acérrima enemiga del matrimonio.
Vivía sola con dos criadas a quienes había recogido desde pequeñas, y a quienes no pagaba sino como y cuando lo tenía por conveniente, dándoles su ropa larguísimos regaños y muchos pellizcos por salario; se mantenía haciendo dulces, bizcochitos, chocolate y velas, y sacando aguardiente, que entonces era de contrabando. Este último negocio lo procuraba ocultar a todos y particularmente a los muchachos; pero lo hacía con tanto misterio, que naturalmente picó mi curiosidad de niño; por lo que resolví averiguar a todo trance aquello que me ocultaban.
No tuve que aguardar mucho: un día se incendió algo y tuvieron que abrir la puerta y salir al patio a buscar agua; aproveché ese momento de afán y penetré a hurtadillas al recinto vedado. Examiné, sin que cayeran en cuenta de mi presencia, las vasijas de extraño aspecto, y las maravillosas maniobras que se hacían allí. Inmediatamente que fui a casa y pregunté a mi hermana mayor lo que aquello significaba, me lo explicó, recomendándome el mayor sigilo, pues mi madrina correría riesgo si la policía lo llegaba a descubrir; guardé el secreto y mi madrina nunca supo que yo era poseedor de él.
Ahora veamos cómo era la casa en que vivía. La habitación de mi madrina, sita en las Nieves, no lejos de la plazuela de San Francisco (perdone el lector, quiero decir, la plaza de Santander), era pequeña, pero suficiente para su moradora: a la entrada, después de atravesar el zaguán empedrado toscamente, se encontraba un corredor cuadrado, separado del patiecito por un poyo de adobes y ladrillos, el cual estaba también empedrado, pero lleno de arbustos y flores, por lo que era para mi imaginación infantil un verdadero paraíso, que comparaba, con los de los príncipes y princesas de los cuentos que me refería Juana, una de las criadas de mi madrina.
Todavía me represento aquel sitio como era entonces… , veo el alto romero siempre florido, el tomate quiteño, el ciruelo y el retamo, a cuyo pie crecían en alegre desorden, en medio de las piedras arrancadas para darles holgura, algunas plantas de malvarrosa, muchos rosales llamados de la alameda, de Jericó, etc.; a la sombra de estos se extendía mullida alfombra de manzanilla, trinitarias matizadas y olorosas (los pensamientos que reemplazan ahora las trinitarias no tienen perfume), y un fresal entre cuyas hojas me admiraba de encontrar siempre alguna frutilla. En contorno de la pared crecían algunas matas de novios, de boquiabiertos y de patita de tórtola. En el poyo que separaba el patio del corredor se veían tazas de flores más cuidadas: contenían farolillos blancos y azules, ridículos amarillos, oscuras y olorosas pomas, botón de oro y de plata, pajaritos de todos colores, y otras plantas; en las columnas enredaban don—zenones y madreselvas; y por último, en el suelo, al pie de cuatro grandes moyas con su capa de lama verde (para coger agua en invierno), se veían muchos tiestos de ollas y platones rotos, en que crecían los piesecitos que debían ser trasplantados a su tiempo. Casi todas las flores que prefería mi madrina han perdido su auge y no se encuentran ya sino en las anticuadas huertas de los santafereños rancios.
Después de merendar a las cinco con una hirviente jícara de chocolate, acompañada de carne frita y tajadas de plátano, queso y pan, mi madrina se envolvía en su pañolón de lana, y poniéndose un sombrero de paja que tenía para ese uso, salía al patio, armada de un par de tijeras, y podaba, componía y arreglaba su jardín; recortaba una flor aquí y allí para dármelas, y yo las recibía como un precioso regalo, pues era prohibido que tocásemos las flores.
Además de este patio había otro detrás de la cocina, en donde, alrededor de un aljibe, vivían multitud de gallinas, pavos y patos, y estaba el perro amarrado todo el día. También había una huerta en que crecían malvas, ortigas y yerbas en profusión, pero en cuyo centro se hallaban varios manzanos y duraznos, mientras que en las paredes del contorno se enredaban matorrales de curubos y bosquecillos de chisgua. A veces también algunas matas de maíz y de papas, pero las criadas no tenían tiempo para cultivarlas, y así rara vez se arrancaban en sazón.
La salita tenía una ventana alta que daba sobre la calle, con poyos esterados, y en lugar de vidrieras un bastidor de percala. Dos canapés forrados en damasco amarillo de lana, cuidadosamente cubiertos con sus forros blancos, dos idem de zaraza, desiguales, cuatro grandes sillas de brazos y espaldar de cuero con arabescos dorados, y dos mesitas con sus cajones de Niño—Dios, completaban el ajuar de la sala. Olvidaba decir que en contorno de los cajones de Niño—Dios se veían monos, pavos, caballos, etc., hechos con tabaco y con pastilla popayaneja. En la pared principal había un cuadro grande representando a Nuestra Señora de las Mercedes, a cuyo pie estaban Adán y Eva en el paraíso terrenal, rodeados de fieras y en completa desnudez; ligereza de vestido que no pude comprender nunca cómo la toleraba mi madrina sin escandalizarse, pues ponía los gritos en el cielo o invocaba a todos los santos, si por casualidad veía a una de mis hermanas vestida para alguna modesta tertulia. Por último, había un pequeño San Cristóbal sobre la puerta de entrada, y un San Antonio sobre la de la alcoba. Item más: durante muchas semanas del año vivía en la mitad de la sala, cubierto con una colcha, un San Miguel que vestía mi madrina para la iglesia de San Francisco; lo disfrazaba a la última moda, con mangas anchas o angostas, corpiño alto o cotilla, según se usaba en los días de su fiesta; y se lo enviaban después a la casa para que le pusiera los vestidos viejos, buenos para el resto del año. Cuando alguno criticaba a mi madrina su manía de vestir al pobre arcángel como los figurines de modas, contestaba muy indignada: «¿Acaso los santos han de estar peor vestidos que ustedes?»
La alcoba con su cama de blancas colgaduras y su canapé alto de patas y brazos tallados y dorados (que ahora sería una curiosidad), sus mesitas de costura y de hacer tabacos, sus baúles de extrañas formas y sus innumerables cuadros y estampas representando los santos de su devoción; aquel olor a rosa seca y a viejo, olor penetrante que tiene para mí tan tiernos recuerdos… , todo eso vuelvo a verlo y a sentirlo en mis sueños de hombre ya viejo, y haciéndome niño otra vez, miro aquello con el encanto de antes, para despertarme con un doloroso suspiro.
Contiguo a la alcoba, estaba el oratorio, muy pequeñito, pero muy adornado, y que todos los años llenábamos casi completamente con el pesebre.
Además de mi madrina, el tipo más curioso y digno de mencionarse que había en su casa era la criada más vieja, la pobre Cruz. Recogida desde su niñez en casa de mi madrina, y no habiendo podido desarrollarse ni crecer bajo el régimen severo que se observó con ella, su señora no podía convencerse de que no era niña, ni joven, y la reñía, y le hablaba como a la infeliz china que más de cuarenta años antes había quitado de entre los brazos de su madre, muerta de miseria a las puertas de su casa. Su madre había sido voluntaria, y no queriendo abandonar el regimiento que seguía, ¡prefirió morir más bien que descansar!
Cruz era pequeñita, gruesa, cari—afligida, extrañamente fea, y tan inclinada al llanto que con la mayor facilidad prorrumpía en lágrimas y sollozos. Me gustaba mucho verla peinarse y coser, proezas que ejecutaba los sábados en la tarde sentada a la puerta de la cocina. Verla quitarse el pañuelo y contemplar su cabeza casi pelada, salpicada apenas por larguísimos mechones, que ella trenzaba cuidadosamente una vez por semana, era cosa de gran diversión para mí. Cruz, en el apogeo de su fealdad, se me aparecía como la personificación del ídolo japonés que había visto en el Instructor, y al recordarlo me causaba una risa, tan homérica y contagiosa, que ella misma me acompañaba en mis carcajadas, diciendo candorosamente sin saber la causa de mi alegría: ¡El niño Pachito sí que está contento!
La otra proeza, la costura, no dejaba tampoco de ser original: para economizar tiempo, según decía ella, como lo costaba mucho trabajo ensartar la aguja (tanto había llorado que ya no veía) ponía una hebra tan larga que gastaba por lo menos cinco minutos en cada puntada, y casi lloraba cada vez que se le enredaba el hilo, lo que naturalmente sucedía sin cesar.
Casi toda la devoción de esta infeliz estaba concentrada en un santo, ya no me acuerdo cuál, cuya imagen tenía a la cabecera de su cama, y que decía ser milagroso porque se había retocado por sí solo. Efectivamente, la desteñida cara del santo y sus marchitos vestidos habían tomado repentinamente un color vivo, gracias a la paleta de uno de nuestros parientes que se había querido divertir burlándose de la pobre mujer; pero después la vimos tan feliz y satisfecha con el milagro, que nadie tuvo valor para desengañarla, y murió convencida de que el santo se había retocado por amor a ella.
Aunque mi madrina no había tomado hábito, su excesiva devoción y lo mucho que frecuentaba las iglesias le habían hecho llevar en nuestra familia el sobrenombre de la beata. Su vida era monótona al par que variada a su modo. A las seis y media le llevaban el chocolate a la cama, y después de tomarlo se ponía su saya de lana y su mantilla de paño y sombrero de huevo frito, y llevando muchas camándulas y libros de devoción se encaminaba a la Vera Cruz, la Tercera y San Francisco (rara vez pasaba el puente), y acompañada por Cruz con un gran tapete quiteño debajo del brazo, oía muchas misas.
Conocía todos los frailes, sacristanes y legos, de pe a pa, y hablaba con ellos en voz alta en los intermedios de las misas, chanceándose con todos, con un desembarazo que sólo adquieren en las iglesias los que las frecuentan demasiado, porque olvidan lo sagrado del sitio y pierden el respeto a causa de la familiaridad que tienen allí.
A las ocho y media volvía a almorzar, veía las cosas de la casa, disponía los dulces, bizcochos y espejuelos que debían hacer aquel día bajo los cuidados de Cruz y Juana, y después, si no iba a visitar a algún miembro de la familia, se subía al canapé de su alcoba y rezaba hasta que lo llevaban una buena taza de chocolate a las once. Pero estas oraciones tenían los intermedios más graciosos: sin duda eran puramente maquinales, y estaba pensando en lo que se hacía en el interior de la casa; así es que a cada rato interrumpía el rezo para llamar a Cruz o a Juana, y si éstas no oían se bajaba del canapé y con la camándula en la mano corría a la cocina colérica y gritando: «¿metieron el almidón? ¿les dieron de comer a los pisquitos? ¿rallaron las cidras?», u otras cosas por el estilo. Si eso no se había hecho como lo tenía mandado, arremetía sobre las criadas, les tiraba las orejas, les daba empellones, y al verlas hacer su voluntad, dejando a Cruz bañada en lágrimas, volvía tranquilamente a sus oraciones.
A la una comía, y por la tarde se iba a oír algún sermón, o los días de fiesta salía con las criadas a visitar a alguna de sus vecinas o amigas viejas. Después de cerrar el portón con mil trabajos, pues era preciso que las dos criadas y la señora ayudasen a hacer dar la vuelta la enorme llave en la cerradura, mi madrina la colgaba en seguida al brazo de Juana (para lo cual tenía una correa de cuero crudo) recomendando no la fuera a perder. A la oración volvía, o inmediatamente se reunían en la sala o en la alcoba a rezar hasta las ocho. Juana había aprendido a rezar dormida y de rodillas, pero la pobre Cruz no podía menos que cabecear de vez en cuando, atrayendo sobre su cabeza de mártir no muy blandos coscorrones. A las ocho y media todas dormían… Así pasaron los días en aquella casa durante más de sesenta años, sin otra variedad que la visita de alguna amiga o amigo viejo.
Entre estos últimos había varios frailes que iban de visita por la tarde, y después de tomar el chocolate con sus arandelas de bizcochos y dulces más de su agrado, noté que muchas veces cerraban sigilosamente la puerta de la sala y mi madrina entraba y salía con aire misterioso. Mucho tiempo permanecí sin poder descubrir lo que aquello significaba; pero una tarde me oculté tras de un canapé y comprendí la causa del encierro. Después de cerrar la puerta, mi madrina entró, llevando algunas botellas de aguardiente y mistela, y cuando hubo hecho probar a los dos frailes una copita de cada calidad, les llenó las botellas que habían llevado para el caso, y ellos, ocultándolas bajo sus hábitos, salieron con aire compungido y humilde.
Cuando alguno de los amigos o parientes de mi madrina enfermaba, la primera que se presentaba en la casa era ella: entraba hasta donde se hallaba el enfermo, sin que nadie la pudiese detener, lo examinaba con curiosidad y muy cariñosa le hablaba del riesgo que tenía de morir; lo exhortaba a que se arrepintiese de sus pecados, y al salir aseguraba a la familia que estaba muy grave el enfermo y que probablemente su muerte sería próxima, para lo cual era preciso prepararse con tiempo.
Cuando moría algún niño, la digna señora manifestaba mucho contento, y reñía a los padres porque lloraban en lugar de estar llenos de júbilo al recordar que el angelito estaba gozando de la presencia de Dios. Esto no lo hacía porque tuviera mal corazón, sino por un sentimiento de fe viva y verdadera, y un profundo y sublime despego de las cosas del mundo.
Lo que recuerdo de aquellos tiempos con mayor dicha es el pesebre. ¡Qué encanto era el mío y el de todos los muchachos de la familia cuando llegaba diciembre! Desde principios del mes empezaban las excursiones en busca de helechos y musgos con que adornar el pesebre.
Comíamos muy temprano, mi madrina, mis hermanas y yo, con las criadas de una y otra casa, y nos encaminábamos al cerro. Cada cual llevaba un canasto a la medida de sus fuerzas y unas tijeras o navaja; nos dispersábamos sobre las faldas de Guadalupe, Monserrate o la Peña, y en donde quiera que encontrábamos alguna bonita rama de chite o algún musgo o helecho curioso, lo arrancábamos con cuidado para que no se dañase. Al principio yo empezaba a llenar mi canasto con mucho juicio; pero de repente lo abandonaba en manos de una de mis hermanas, y corría tras de algún brillante insecto o pintada mariposa, o atravesaba, haciendo maroma sobre las piedras, el río del Boquerón, y desde allí recitaba mis versos favoritos. Otras veces me subía a algún risco escarpado, en busca de arrayanes, uvas de anís o esmeraldas, u olvidaba mi canasto de musgos con el encanto de encontrar una matita cargada de niguas.
¡Oh alegrías! ¡oh emociones inocentes!… , aún ahora, después de tantos años, y enfriado ya por la nieve del tiempo y de los desengaños, me siento enternecida cuando mis pasos me llevan a aquellos sitios poblados por los dulces recuerdos de mi infancia. En cada pliegue de terreno, en cada piedra o risco veo aparecer retrospectivamente un niño risueño y feliz, en el cual con dificultad me reconozco…
Hasta que los últimos rayos del sol desaparecían de las más altas cimas de los corros no pensábamos que era preciso volver a la casa; entonces, cansados pero formando proyectos para otro día (proyectos que rara vez se cumplían), contentos, alegres y llenos de esperanzas, bajábamos lentamente a la ciudad. A veces, antes de llegar, el sol se había ocultado completamente, y en su lugar la luna bañaba el tranquilo paisaje, iluminando a lo lejos las plateadas lagunas de la Sabana.
Así se pasaron años y años: me ausenté por mucho tiempo, viví,
trabajé y sufrí en lejanas provincias, tuvo penas y alegrías,
inquietudes y satisfacciones; pasó mi juventud; murieron mi madre y
mi madrina y se dispersaron mis hermanas, y tan sólo quedaban
algunos pocos que recordaban nuestra niñez, cuando volví solterón
viejo a Bogotá.
Busqué con tierno afán aquel rincón oculto donde se despertó mi espíritu, donde nacieron mis más puros afectos y empecé a pensar… , pero todo había cambiado: ya la casa no es la triste morada (alegre para mí) de una pobre anciana, sino el moderno hogar de un joven literato de talento y esperanzas, que por suerte es uno de mis buenos amigos; no ha quedado ni una planta, ni una piedra de los viejos tiempos; pero allá en el fondo de mi corazón vive siempre tierno y amable el recuerdo de mi madrina, como la página más dichosamente tranquila de mi existencia.