Una reja separaba los jardines de dos casas de Sevilla, allá por el año 1630. El uno era muy grande y correspondía a una fachada de piedra, muy hermosa; y el otro era muy chiquitito, tanto como modesta y casi pobre la casita que adornaba. Por entre los hierros se enroscaban las enredaderas, cuyas flores de botones y pétalos amarillos, carmesíes y azules recreaban la vista y perfumaban el ambiente. Las hojas de dos rosales se besaban a través de la reja, cariño muy natural, pues la tierra de la casita dijo un día al magnífico rosal que crecía en el jardín inmediato:
—Dáme una de las semillas. Yo la abrigaré con cuidado y cuando llegue la primavera me abriré para que el delicado tallo que brote se bañe en aire y sol.
El rosal soltó una semilla que se convirtió en otro rosal lozano; y como recordaba su origen, se querían y se contaban todo lo que pasaba en una y otra casa. ¿Cómo lo sabían? Ambos encerraban néctar en sus corolas; y cuando los insectos, que tenían el privilegio de penetrar en las habitaciones, pedían a una de ellas que les permitiese libar una gotita del dulcísimo licor, les contestaban:
—Si me referís lo que habéis visto, tendréis néctar.
Los insectos no se hacían de rogar; y luego las rosas pedían al céfiro que las empujara hacia sus hermanas, y cuando estaban cerca, se decían:
—Oíd lo que me ha contado el insecto.
Unas veces las rosas se ponían más encendidas de lo que estaban, y era que las nuevas las ponían contentas; otras palidecían a impulsos de la tristeza, cosa muy natural, pues cada rosal se interesaba por sus dueños.
Cierta mañana de la estación hermosa, poco después de salir el sol, una mosca escapó zumbando de la casita, y posando el vuelo en una hoja, cerca de la flor, le dijo:
—Buenos días. Veo una gota de rocío que parece una perla. ¿Quieres que beba?
—Págame el servicio contándome lo que sepas.
—Con mucho gusto. Ayer cerraron las ventanas antes que pudiera salir y me vi obligada a pasar la noche en el cuarto de Bartolomé Esteban.
—¿El niño que vive con sus padres en esta casita?
—El mismo.
—¿Qué hizo?
—Se acostó muy temprano y se durmió.
—¡Vaya unas noticias las que me das! exclamó la rosa.
—Al desnudarse se le cayeron algunas lagrimitas.
—¿Por qué lloraba?
—Francisco, el niño que vive en la casa inmediata, se estuvo burlando toda la tarde de él porque sus vestidos no son tan lujosos como los suyos. ¿Puedo beber?
—Sí, le contestó la rosa.
Una vez hubo saciado su sed, la mosca levantó el vuelo; y después de haber ido y venido, vuelto y revuelto, vio a Francisco asomado a la ventana y le picó en la oreja. El niño diose un fuerte golpe por coger la mosca, pero sólo logró pegarse un cachete, pues aquélla escapó diciéndose:
—Por malo lo tienes merecido.
—Mientras tanto el céfiro sacudía levemente las plantas, jugaba con las gotas de rocío, que al moverse descomponían la luz, y reflejaban todos los brillantes colores del iris y mecía las campanillas blancas, con manchas azules, de una de las enredaderas. Después de algunos esfuerzos, los rosales lograron aproximarse, manteniéndose asidos a la reja por medio de algunas de sus ramas, y hablaron lo siguiente:
—¿Por qué molesta Francisco a Bartolomé Esteban? No puede tenerle envidia, porque Bartolomé es pobre y él hijo de padres muy ricos.
—¡Quién sabe! contestó el otro rosal. A Francisco le irrita que todos elogien a Bartolomé por su aplicación y laboriosidad.
—¿Por qué no hace él otro tanto, aplicándose y trabajando?
—Porque dice que siendo rico no tiene necesidad de trabajar.
Oyose un zumbido y alguien contestó:
—Dice bien, Francisco.
El que así hablaba era un zángano, que se posó sobre una de las flores del rosal del jardín de la casa de Francisco y comenzó a libar néctar.
Oyose otro zumbido y una voz que dijo:
—Pues hace muy mal.
Eran de una abeja estas palabras. Se detuvo en una de las rosas de la casa de Bartolomé Esteban y chupó el néctar, mientras el zángano la miraba de través.
—¡Ah! ¿Eres tú? murmuró en tono burlón.
—Sí, yo soy, dando cumplimiento a la santa ley del trabajo.
—Pues yo prefiero no hacer nada.
—Por esto te llaman haragán y te echan de todas partes, como nosotras nos vimos obligadas a echarte de la colmena.
—¡Qué me importa! Mi cuerpo es hermoso como el tuyo; mis alas transparentes como las tuyas; como a ti me dan néctar las flores.
—Pero el que yo libo se convierte, gracias a mi trabajo, en miel y cera.
—¿De qué te sirve tanto afán?
—El campesino me respeta y me quiere porque sabe que le soy útil, y me pone una colmena bien cómoda y abrigada, mientras a ti te desprecia. Cuando me ve, dice: —¡Una abeja! ¡Qué linda! ¡Cómo se afana! —Si te ve a ti, exclama tirándote el pañuelo para alejarte: —¡Un zángano! ¡Fuera de aquí gandul!
—Todo eso está muy bien, contestó en tono guasón el zángano; pero luego el campesino se queda con la miel y la cera.
—Es el fruto de mi trabajo, que yo le ofrezco en recompensa del que él ha puesto en prepararme la colmena.
—Pero él saca el provecho.
—Como antes lo he sacado yo, pues el néctar se ha convertido en miel después de haberme alimentado, y la cera no se ha transformado en cirios sino después de haberme servido de celda. Como ves, zángano haragán, trabajando para los demás, trabajo para mí.
—Cuando los cirios se encienden y los niños se comen la miel, ¿qué provecho sacas?
—Uno tan grande, que por sí sólo sería bastante recompensa: la gloria. Los niños piensan en la abeja al saborear la miel; y cuando las llamas de los cirios brillan como estrellas en el altar de la Virgen, todos saben que yo he producido la cera.
No sabiendo qué responder el zángano, levantó el vuelo y continuó su vida de holgazán. La abeja fuese a su colmena y los rosales quedaron solos.
—¿Sabes, dijo tristemente el de la casa grande, que me temo que Francisco sea el zángano?
El otro rosal contestó con júbilo:
—Yo tengo la seguridad de que Bartolomé Esteban es la abeja.
Pasaron los días y se convirtieron en semanas, y luego en meses y después en años, y éstos fueron sucediéndose; y los niños Francisco y Bartolomé Esteban se convirtieron en hombres. Los jardines se transformaron. En el de la casa grande crecieron las yerbas y las ortigas echaron sus raíces cerca del muro, mientras el de la casita de Bartolomé Esteban era cada día más cuidado, más lindo y las flores se abrían lozanas y ufanosas. El rosal de la casa de Francisco extendía sus ramas cubierto de hojas amarillentas, mientras el otro las ostentaba frescas y verdes. Su cariño era el mismo de antes. El viento aproximó uno al otro.
—¡Cuánto me molestan estas ortigas! Me arañan y privan a mis raíces de su alimento, que ellas absorben. Por esto mis hojas están mustias. ¡Dichoso tú!
—Quisiera poder consolarte y comunicarte mi alegría. ¿Es posible que Francisco te tenga tan abandonado?
—Mi estado es imagen de su situación. La holganza, que es madre de los vicios, le ha arruinado. Sólo le queda esta casa, de la cual le echarán en breve, según me ha dicho un mosquito que la otra noche le oyó lamentarse. Ahora comprende que el trabajo es una santa ley impuesta a la criatura. Quisiera trabajar y no sabe, porque no aprendió de niño. Pero dime: ¿qué pasa en tu casa? ¿Por qué entra tanta gente principal en ella?
—Bartolomé ha pintado un cuadro de la Virgen; y según me ha referido una mariposa que ha entrado en el taller sólo por verlo, la Madre de Dios está representada con tanta perfección, que parece que la aurora y las flores han dado sus matices al pintor. A los pies de la Virgen hay ángeles con la sonrisa en los labios y la luz del cielo en los ojos, y el espacio está encendido por los arreboles más purísimos. Oye lo que dicen esos caballeros que salen.
Los rosales se estuvieron quedos por no perder una palabra, y oyeron que uno de los caballeros decía a los demás:
—Confiesen vuesas mercedes que debemos enorgullecernos de que haya nacido en Sevilla Bartolomé Esteban Murillo, gloria de España y el primero de nuestros pintores.
—¿Has oído?
—Sí, contestó con tristeza el rosal de la casa de Francisco.
—¿Qué hombres son esos que están en tu jardín?
—No lo sé: oigamos.
Varias personas, entre ellas un escribano y dos alguaciles, penetraron en la casa contigua. Se detuvieron cerca del rosal y hablaron lo siguiente:
—Duéleme, en verdad, echarle de esta casa, pero él se tiene la culpa, pues Francisco heredó de sus padres una rica herencia, que ha malbaratado con sus vicios; y como nunca quiso trabajar, creyendo que los ricos no tenían necesidad del trabajo, no ha podido reponerla.
—Razón lleva vuesarced en lo que habla, contestó el escribano. Si de niño hubiese trabajado, hoy no le amenazaría la miseria.
Entraron en la casa, mientras de la otra continuaban entrando y saliendo caballeros y señoras, todos elogiando a Murillo.
—¿Has oído? preguntó con melancolía un rosal al otro.
—Sí, contestó el interrogado con sentimiento, pues los males ajenos siempre dan pesadumbre. Si mis flores van a parar a manos de algún niño, yo le diré muy quedo al oído: —Trabaja, niño querido, para que cuando seas hombre puedas alcanzar el aplauso de los demás y librarte de la miseria. Ten en cuenta que ni los ricos están libres de ella.