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El señor de la tahona
se ha empolvado su persona.
¡Qué blanco va!
¡Qué lindo está!
Luisito procuró escurrirse, pero sin lograrlo, pues nuevos niños se unieron a los primeros, formaron la rueda a su alrededor y comenzaron a dar vueltas cantando a compás:
Un señor enharinado
sentó plaza de soldado,
y por ser gran caballero
destináronle a ranchero.
La aparición de un municipal al extremo de la calle puso término a la broma; y Luisito se fue como los demás, pero por distinto lado, pues también temía al municipal, porque se le había ocurrido que había cometido una falta escapando del criado; y en vez de repararla volviendo a su casa, la agravó perseverando en ella. A la hora de comer pareciole que el estómago le preguntaba si estaba puesta la mesa; y el niño rascose la cabeza, de la que había quitado parte de la harina, pues toda no le había sido posible; y no supo qué contestarle, porque había gastado los pocos cuartos que tenía y ni siquiera le quedaban para comprar un panecillo. Parece que le entraron ganas de llorar al recordar el blanco pan, los bien aderezados manjares y los cuidados de su mamá, que entonces apreció; pero temió volver a su casa y comenzó a dar vueltas por las calles, muy cabizbajo y como perro vagabundo que no sabe a dónde va, pero sí a lo que va: en busca de un hueso que roer. Se detuvo delante de un tenducho donde vio tajadas de bacalao frito, sardinas y otros comestibles en platos de dudosa limpieza, y los ojos se le quedaron fijos en ellos, diciéndose que con gusto se comería todas las tajadas, por más que en su casa le hiciese ascos el bacalao; y mientras en esto pensaba, un perrillo que estaba echado en una silla de la tienda comenzó a gruñirle; y Luisito, muy enfadado, le hizo una mueca e imitó el gruñido del perro, que saltó de la silla, armando gran alboroto de ladridos, y le embistió. Otra vez el niño echó a correr; y como el perro estuviese a punto de alcanzarle, se amparó detrás de una mujer que por la acera pasaba llevando una cesta con huevos; la que, como se viese el perro encima, valiose como arma de la cesta dando con ella en los hocicos al perrillo, que con la misma rapidez que embistiera escapó lanzando quejumbrosos gruñidos. Pero mientras tanto los huevos se habían estrellado formando una colosal tortilla encima de las piedras. Libre del perro, volviose la mujer hacia el niño, y un: —¡Ah pillo!— lanzado con mucha cólera, indicó a Luisito que era ocasión de volver a huir, como así lo hizo; mas no con tanta presteza que no le alcanzara un huevo que a modo de proyectil disparole la mujer. Diole en mitad del cogote, y de él tuvo noticia por el golpe y por la clara y la yema que comenzaron a escurrirse por su espinazo, entre piel y camisa.
5 págs. / 9 minutos.
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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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