El latido de las sombras es tan suave, como el aleteo de una mariposa ensoñada sobre la flor.
X. En la ciudad de los muertos
En la ciudad de los muertos había una quietud de mármol.
Las estatuas de las tumbas guardaban una calma sepulcral,
recibiendo sobre sus espaldas el brillo de las estrellas como gotas de
luz.
Nada turbaba el silencio.
Sobre el gancho de un ciprés, el ave negra de los funestos
presagios, la cabeza bajo el ala, aguardaba el mensaje de los muertos a
los vivos. Mis pasos lentos, resonaban en las tristes avenidas, como
blasfemias ahogadas; pero mis manos estrechamente unidas en actitud de
plegaria, parecían desprenderse de la tierra, como dos palomas
enlazadas.
Caminaba, y en cada tumba lóbrega se detenía mi espíritu, espiando una señal de vida, un lamento, un sollozo...
Seguía la calma tétrica de hielo en el recinto de los que eternamente duermen, comido por la tierra el corazón.
Amanecía, y sólo restaba en el cielo, como un piadoso cirio, el lucero del alba.
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