En esta última parte de la trilogía, que se desarrolla en el verano de 1868, plantea Valle-Inclán el contraste entre la Reina de los tristes destinos y el movimiento revolucionario que significa la protesta de todo un pueblo que exige buenos ejemplos en las alturas.
Frente a los terrores y liviandades de la Corte y sus camarillas se alza la figura de Salvochea, un santo laico, de los santos que canoniza el pueblo soberano. A lo largo de la obra se van combinando datos históricos e imaginarios. En todo brilla el arte de Valle-Inclán, que pone en pie sobre la escena un cuadro de enorme plasticidad en el que pululan personajes deformes y esperpénticos.
—¡Madruga usted para recogerse, querido! Ya no esperaba verle.
—¿Cuándo ha llegado usted?
—Esta tarde. Tenía gran interés en ponerle al corriente de ciertas
promesas recibidas de Palacio. Se inicia un cambio, y parece que al fin
la política se orienta en el sentido que hace tanto tiempo viene
aconsejando la Reina Madre.
—¿Conoce usted la actitud de Cánovas? Cánovas ha impuesto ciertas condiciones, y entiendo que no fueron aceptadas en Palacio.
—Pero pueden serlo.
—Lo dudo.
—Pues no lo dude usted y dejemos que embarquen los Generales. Ya
volverán. Hubiera sido conveniente que hablásemos esta tarde, pero se me
fue el tiempo en conseguir una entrevista con el Duque de la Torre. Es
preciso sustraerlo a la influencia de los demócratas gaditanos.
Afortunadamente, los marinos juegan con dos barajas, y han puesto sobre
aviso al Gobernador Militar.
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Publicado el 1 de mayo de 2017 por Edu Robsy.
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