¡Era un mandarín, un verdadero mandarín! Y como pesado, ¡vaya si
era pesado! Al pobre Enrique, a Enrique el tonto, no hacía más que darle
papuchadas, y vez hubo en que se empeñó en hacerle comer greda y beber
tinta.
¡Le tenían una rabia los de la calle!
Guillermo, desde la última felpa, callaba y le dejaba soltar
cucurrucús y roncas, esperando ocasión y diciéndose: «Ya caerá ese
roncoso».
A éste, los del barrio, aburridos del gallo, le hacían «chápale, chápale», yéndole y viniéndole con recaditos a la oreja.
—Dice que le tienes miedo.
—¿Yo?
—¡Dice que te puede!
—¡Dice que cómo rebolincha…!
—¡Sí, las ganas!
Se encontraron en el campo una mañana tibia de primavera; había
llovido de noche y estaba mojado el suelo. A los dos, Luis y Guillermo,
les retozaba la savia en el cuerpo, los brazos les bailaban, y los
corazones a sus acompañantes, que barruntaban morradeo.
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