—¿Así que usted, capitán —le decía Pastor—, ha peleado mucho?
—Bastante —movía los hombros como coqueteando.
—Ha de saber lo que son balas —guiñándonos los ojos—; ¿hasta por el olor las conocerá?
—¡Por el olor, no; pero por el chiflido, pueda!
—Y ¿qué diferencia hay entre unas y otras?
—Pero muy grande, mi amigo, muy grande: las de remington silban
gordete; así: chchch... —nos mordíamos los labios—; mientras que las de
carabina son más altitas, así: ssssss...
—Pero vea —decía Pastor con gravedad—: así que las de remington hacen... ¿cómo?
—Chchchch...
—¡Curioso! ¿Y las de carabina?
Nosotros debíamos estar violetas a fuerza de contenernos.
—Las de carabina, ssssss...
—¿Y las de cañón? El capitán nos miró, riendo de buena gana.
—Pa eso no me alcanza la voz.
Aprovechamos la coyuntura para aflojar la risa que nos retozaba en el
vientre. Nos reíamos, pero desmesuradamente, largando todo el embuchao,
queriendo sujetar y volviendo, como a una enfermedad, a nuestras
carcajadas inconcluibles.
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