Había escrito, sí, mediocridades que hoy en día podrían pasar por buenas:
A solas con tu alma la noche te conforta.
Ese alma tan escasa de palabras,
que duele tantas veces
y que tantas veces escapa a la distancia...
O bien:
A la soledad abierta tengo el alma,
ansiosa de decir, en esta noche,
las pequeñas palabras de las cosas;
de las cosas pequeñas de la vida;
de las cosas estrechas de la historia...
Pero versos así no bastaban a satisfacerme. Mi ordenador, Pepe,
adquirido recientemente, los escuchaba pacientemente y me guiñaba con
simpatía su parpadeante luz roja. Parecía comprenderme y sentir en sus
relés esas angustias del parto frustrado del artista. Es posible que,
también, sufriera. Sí, hasta, a lo mejor sintió tenerme que dar su
última respuesta, la que he copiado más arriba.
Este ordenador, Pepe, fue mi último hallazgo, aquel que me hizo
aplicar la alta electrónica a la creación, integrándome, así, al proceso
productivo de nuestra época. Sin embargo no fue muy eficaz. Pepe, el
ordenador, significaba una buena e inteligente compañía, pero no una
ayuda: el pobrecito no tenía talento. Hay máquinas que sí lo tienen, de
nacimiento, pero éste no era el caso de Pepe: él era un cerebro claro y
perspicaz, de sumar dos y dos en la matemática del arte.
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