—¡Esto es un paraíso!
Sólo que, recordando mi desolación, añadí rápidamente:
—¡Un paraíso perdido, un paraíso estúpido. ¡Sin una Eva siquiera!...
La primera conquista
Me había dado mi tía dos reales y compré con ellos todo lo siguiente:
Cinco céntimos de pitillos.
Dos céntimos de fósforos de cartón.
Ocho céntimos de americanas.
Diez céntimos de peladillas de Elvas.
Y un mi buen real de confetti, porque era Carnaval.
Con todas estas cosas, convenientemente repartidas por los bolsillos,
excepto un cigarro, que echaba en mi boca más humo que una fábrica de
luz, me dirigí a San Francisco por la calle de Santa Catalina abajo,
marchando tan arrogante y derecho, que no pude menos de creer que era un
capitán, que durante un rato fué detrás, pensaría:
—Será militar este muchacho.
El paseo estaba animadísimo. Pronto hallé amigos y caras conocidas entre las nenas. Yo reservaba mis confettis
(que entonces no se llamaban así) para Olimpia, la morenilla que iba a
la escuela frente al Instituto. Pero Soledaíta, una rubia traviesa que
al brazo con sus compañeras nos tropezó en la revuelta de un boj, se
dirigió a mí resueltamente, mordió su cartucho de papeles y me los regó
por los hombros.
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