—Ustedes y yo, si me dejan lugar en la galera. Viene Agustín, y viene
con otra hija muy necesaria en esta casa, demasiado grande y
callada. Doña Rosa tendrá compañía, nosotros también; después, a
prepararnos para esperar al nieto, que por fuerza ha de ser músico... ¡Y
que murmure la catedrática y su sabio marido!
—¡Ah! ¿Usted cree que don César...?
Y don Arcadio consultó su reloj.
Ya dieron las once; había que prevenir muchos menesteres. ¿Se habría recogido el criado?
—¿Usted cree que don César confiaba en que mi hijo se prendase de su
mediana? ¿Qué se figura don César? Sabio es y de antigua familia de
Serosca, pero casarse Agustín con Anita... ¡No, no! ¡Prefiero la cubana!
Y avisó que preparasen la galera para ir a Murta muy temprano.
Un sol de alegría doraba el melancólico rosal del corazón de la esposa.
III
No se avenían las damas de la ciudad a que Carlota, la mujer de
Agustín, fuese de Nuevitas. Ni ellas ni los varones. Ni los
legítimos serosquenses ni los advenedizos. Aquéllos eran reposados hasta
por la raíz etimológica de la ciudad; y los de la Marina, horbachones
hasta por herencia mediterránea. Iban en mangas de camisa, los veranos,
por las calles, como si todo Serosca fuese la fresca entrada de sus
casas. ¡Y ahora venía una forastera, delgada y descolorida, a
recordarles su quietud, su ocio, su poco mundo! Fantasiosa era la pobre
mujer. Carlota sería de Canarias o quizá de Mallorca. Y cuando la
gentil cubana recordaba con su dulce dejo las hermosuras y rarezas de la
lejana patria, las señoras que la escuchaban se miraban sonriendo, y, a
la salida, se decían que aquel hablar debía de ser fingido, y embuste
cuanto refería, y que desde luego vendría de Mahón, si acaso. Además, no
tiritaba de frío ni estaba tendida en hamacas; nada había en ella de
país remoto o tropical; parecía también que la hubiesen conocido de
antiguo. No era ninguna belleza del otro mundo; agraciada, pero frágil;
menuda, morena, la frente chiquita, la nariz gordezuela, la boca grande,
siempre gozosa, los ojos negros, que entornaba perezosamente para
mirar. La catedrática dijo que se asemejaba mucho a la dueña de una
tahona que hubo en la plaza de Santa María. Y ya se convino, se decidió
que fuese mallorquina.
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