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Von Rabbek y su familia hacían participar con gran arte a los oficiales en el debate, pero al mismo tiempo estaban pendientes de vasos y bocas, de si todos bebían, si todos tenían azúcar y por qué alguno de los presentes no comía bizcocho o no tomaba coñac. A Riabóvich, cuanto más miraba y escuchaba, tanto más agradable le resultaba aquella familia falta de sinceridad, pero magníficamente disciplinada.
Después del té, los oficiales pasaron a la sala. El instinto no había engañado al teniente Lobitko: en la sala había muchas señoritas y damas jóvenes. El séter—teniente se había plantado ya junto a una rubia muy jovencita vestida de negro e, inclinándose con arrogancia, como si se apoyara en un sable invisible, sonreía y movía los hombros con gracia. Probablemente contaba alguna tontería muy interesante, porque la rubia miraba con aire condescendiente el rostro bien cebado y le preguntaba con indiferencia: «¿De veras?» Y de aquel indolente «de veras», el séter, de haber sido inteligente, habría podido inferir que difícilmente le gritarían «¡Busca!»
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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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