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—Siéntese, siéntese, señor agrimensor —dijo el alcaide—, y dígame qué desea.
K le leyó la carta de Klamm y añadió algunos comentarios. Una vez más sintió la extraordinaria ligereza del trato con la administración. Asumían literalmente toda la carga, se les podía confiar lo que fuera y uno quedaba intacto y libre. Como si el alcaide hubiese sentido lo mismo a su manera, se revolvió incómodo en la cama. Finalmente, dijo:
—Como habrá notado, señor agrimensor, ya conocía el asunto. El que no haya emprendido nada se debe a dos motivos: primero mi enfermedad, y segundo que, como usted no venía, pensé que había renunciado al trabajo. Ahora que ha sido tan amable de venir a verme, debo decirle la desagradable verdad. Ha sido aceptado como agrimensor, como usted dice, pero, por desgracia, no necesitamos a ningún agrimensor. No hay ningún trabajo para usted. Los límites de nuestras pequeñas propiedades han sido trazados, todo ha sido registrado convenientemente, apenas hay transmisiones de propiedad y las pequeñas disputas de límites las arreglamos entre nosotros. ¿Para qué necesitamos, pues, a un agrimensor?
357 págs. / 10 horas, 26 minutos.
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Publicado el 9 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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