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—¿Tantos, tantos? —dijo el niño—. No terminaré nunca las pompas con toda esta agua.
Y el niño sopla que sopla.
—¡Ahí vuela un año, ahí vuela un año! ¡Mira cómo vuelan! —exclamaba a cada nueva burbuja que se soltaba y emprende el vuelo. Algunas fueron a pararle a los ojos; aquello escocía, quemaba; le asomaron las lágrimas. En cada burbuja veía una imagen de lo por venir, brillante, fúlgida.
—¡Ahora se ve el cometa! —gritaron los vecinos—. ¡Salgan a verlo, no se queden ahí dentro!
La madre salió entonces, llevando el niño de la mano; el pequeño hubo de dejar el tubito de arcilla y las pompas de jabón; había salido el cometa.
Y el niño vio la reluciente bola de fuego y su cola radiante; algunos decían que medía tres varas, otros, que millones de varas. Cada uno ve las cosas a su modo.
—Nuestros hijos y nietos tal vez habrán muerto antes de que vuelva a aparecer —decía la gente.
La mayoría de los que lo dijeron habían muerto, en efecto, cuando apareció de nuevo. Pero el niño cuya muerte, al creer de su madre, había sido pronosticada por la viruta de la vela, estaba vivo aún, hecho un anciano de blanco cabello. «Los cabellos blancos son las flores de la vejez», reza el proverbio; y el hombre tenía muchas de aquellas flores. Era un anciano maestro de escuela.
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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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