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—¡Vengan diablitos, miren que divertido! —decía el diablo.
Había algo peor todavía. Si uno tenía buenos pensamientos, aparecía en el espejo con una sonrisa diabólica, y el peor de todos los duendes se reía satisfecho de su astuta invención. Los alumnos de su escuela, pues tenía una porque era profesor, decían que el espejo era milagroso, porque en él se podía ver, afirmaban, cómo eran en realidad el mundo y los hombres.
Lo llevaron por todos los países y no quedó ningún hombre que no se hubiese visto completamente desfigurado. Pero los diablos no estaban satisfechos.
—¡Quisiéramos llevarlo al Cielo para burlarnos de los ángeles! —dijeron sus alumnos.
Así lo hicieron, pero cuanto más subían, más muecas hacía el espejo y más se movía, y casi no lo podían sostener. Subieron y subieron con su carga, acercándose a Dios y a los ángeles. El espejo seguía moviéndose; se agitaba con tanta fuerza que se les escapó de las manos y cayó a tierra y se rompió en más de cien millones de pedazos.
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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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