La Julia de mi «Nada menos que todo un hombre», la del pobre
Alejandro Gómez, tirano de timidez, orgulloso de humildad, la que sufre
de no saber si es o no querida, muere dichosa —muerte que es amor, como
el amor es muerte— al oír que a la congojosa pregunta de ella, de Julia:
«¿Quién eres, Alejandro?», solloza él: «¿Yo? ¡Nada más que tu hombre…,
el que tú me has hecho!»
¿Qué he de decir de «La tía Tula»? Esta mujer ejemplar, dechado de
virginidad maternal, de maternidad virginal, se muere arrepentida de no
haber cedido a la carne de Ramiro.
Y hasta la Angela Carballino de mi «San Manuel Bueno, mártir» vive
en la congoja de si su maestro, su padre y hermano espiritual, casi su
ídolo, creía o no creía, o creía sin creer que creía.
¿A qué ir recorriendo las demás? Algunas son varoniles, hay tal
cual casi donjuanesca, pero todas son, en el fondo, mujeres. Y es que
cuando se conoce bien a una mujer se conoce a todas, en cuanto mujeres,
se en tiende. Y no hace falta acudir a clínica de psiquiatría.
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