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Va uno en diligencia a Sevilla a despedir a un tío que se embarca para Filipinas, o a Granada a comprar una acción de minas, o a Valladolid, o a Zaragoza, a lo que le da la gana, y tiene que hacer los forzosos altos y paradas para comer y reposar. Y he aquí que apenas sale entumecido de la góndola y maldiciendo el calor o el frío, el polvo o el barro y deseando llenar la panza de cualquier cosa y tender la raspa en cualquiera parte las tres o cuatro horas que sólo se conceden al preciso descanso, se presenta en la posada el hospedador solícito, que, al cruzar el coche, conoció al viajero, o que tuvo previo aviso de su llegada, o porque el viajero mismo cometió la imprudencia de pronunciar su nombre cuando llegó al parador, o porque hizo la sandez de hacer uso de la carta de recomendación que le dieron para aquel pueblo. Advertido, en fin, de un modo o de otro, llega, pues, el hospedador, hombre de más de cuarenta años, padre de familia y persona bien acomodada en la provincia, preguntando al posadero por el señor don F., que viene de tal parte y va a tal otra. El posadero pregunta al mayoral, y éste da las señas que se le piden, y corre a avisar al viajero que un caballero amigo suyo desea verlo. Sale al corredor o al patio el cuitado viajero, despeluznado, sucio, hambriento, fatigado, con la barba enmarañada, si es joven y la deja crecida, o con ella blanquecina y de una línea de larga, si es maduro y se la afeita; con la melena aborrascada, si es que la tiene, o con la calva al aire, si es que se la oculta y esconde artísticamente; o con la peluca torcida, si acaso con ella abriga su completa desnudez; y lleno de polvo, si es verano; y de lodo, si es invierno; y siempre mustio, legañoso e impresentable. Y se halla al frente con el hospedador, vestido de toda etiqueta con el frac que le hicieron en Madrid diez años atrás, cuando fue a la jura, pero que se conserva con el mismo lustre con que lo sacó de la tienda, y con un chaleco de piqué que le hizo Chassereau cuando vino el duque de Angulema, y con un cordón de abalorio al cuello y alfiler de diamantes al pecho, y guantes de nuditos; en fin: lo más elegante y atildado que ha podido ponerse, formando una notable antítesis con el desaliñado y negligente traje del viajero.
10 págs. / 18 minutos.
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Publicado el 14 de mayo de 2019 por Edu Robsy.
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