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Este texto forma parte del libro «Cuentos de mi Tiempo».
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Lo que nadie podía negar era la piedad, el fervor, la devoción de Casilda y Damián. Antes faltaba en la iglesia el campanero que ellos a oír una de las primeras misas, cuándo no la del alba; confesaban y comulgaban todas las semanas; de cuando en cuando hacían ofrendas en metálico para mayor boato del culto; vestían a los santos, y hasta solían llevarse a su casa ropa de altar y sacristía, devolviéndola limpia, planchada y rizada primorosamente. Pero fuera de luces para la iglesia y obsequios a sus amigos, que no les hablasen de sacar dinero del bolsisillo, como no fuese en provecho y regalo propio; jamás prestaron un duro, ni dieron un perro chico; no conocían el favor, sino por pedirlo, ni la limosna, sino por saber que otros la hacían.
Quien hubiera podido retratarles de cuerpo entero era Severiana, la criada, infeliz mujer obligada a servirles y aguantarles por la más triste de las causas.
¡Y pobre de ella como Damián y Casilda llegaran a enterarse! De fijo la despedirían sin compasión ni remordimiento.
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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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