—Mire usted, tía, que usted habló de dos papeles… y aquí hay
uno, uno no más.
Indescriptible expresión de pena cavilosa oscureció el mirar de
doña Catalina. Su cabeza tuvo un temblequeteo senil y sus manos se
enclavijaron, como si pidiese misericordia.
—¡Yo, yo destruí el otro! —gimió desconsolada.
—¿Usted? ¿Por qué?… ¿Lo destruyó usted a propósito? ¿Qué
era?
—Era el que más valía… ¡Era el plano!…
—¡El plano! —repitió Gastón—. ¿Un plano del castillo, sin
duda?
—Del castillo y de sus alrededores… Con tinta azul, y señalcitas
de puntos encarnados… Hecho por él mismo… ¡Si tenía una cabeza, un
saber de todo!
—¿Pero y cómo destruyó usted ese documento… ?, ¿cómo fue?…
—Porque… ¡Verás!… Yo, en el mundo, padecía síncopes… y unas
congojas… así como convulsiones… Cuando me encerré sola a quemar
aquellas cartas… ¡las de las esencias!, mientras ardían, abrí la
caja esta de plata… saqué los papeles… los estuve mirando… Y cátate
que de improviso me da el ataque… no quiero llamar, porque las
cartas no las debía ver nadie… lo pasé allí, sin auxilio… caigo,
junto al fuego… el plano enrollado rueda a la chimenea… y gracias a
Nuestra Señora, que no ardí yo… pero se me tostaron las suelas de
los zapatos. Milagrosamente me salvé.
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