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—Apoya los hombros, Elao —ordenó—. Aprieta con fuerza hasta que la puerta gire.
El esclavo obedeció y cuando la puerta giró sobre sus goznes de bronce, las espaldas negras eran rojas. Gotas de sangre del esclavo teñían la superficie del metal.
—Enciende las lámparas.
Entrando en el recinto que cerraba la puerta, Elao prendió con la lámpara que había traído las mechas de otras preparadas ya, y la reina y el sacerdote penetraron también en la primera cámara del tesoro. Detuviéronse en el umbral a contemplar tanta magnificencia, mientras el esclavo iluminaba el segundo recinto. El gran sacerdote, que no conocía el tesoro sino por la leyenda secular, alzó las manos en forma de copa y exhaló un grito de admiración. Lo de menos eran las barras de oro apiladas en el suelo.
Desde hacía trescientos años, los reyes Lagidas reunían, ocultándolas en las profundidades del sepulcro que los aguardaba, las joyas más raras y de más exquisita labor. Preseas que pertenecieron a Alejandro; objetos salvados de los saqueos de ciudades desaparecidas; collares y brazaletes de princesas que dormían el sueño eterno; vasos sagrados de cultos que ya nadie practicaba; estatuas de oro de dioses de olvidado nombre; perlas únicas, ofrecidas antaño a divinidades monstruosas; cetros regios, coronas afiligranadas, broches que cerraron mantos imperiales, se hacinaban en hornacinas abiertas en la pared y revestidas de telas y chapas de dorada madera, y se desbordaban en montones por las esquinas y hasta colgaban del techo, dentro de espuertas finísimas de palma.
4 págs. / 7 minutos.
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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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