Al término de la velada de dolor, Ángel parecióme de nuevo muy
quebrantado, y, como antes de la centella, asombrosamente
descarnado. Sin duda, pues, había yo sufrido una desviación en la
vista, motivada por el golpetazo de luz del meteoro, al encontrar
antes en su fisonomía un alivio y una lozanía que, naturalmente, no
podía haber ocurrido.
Aún no asomaba la aurora del día siguiente, cuando monté y partí
para la hacienda, despidiéndome de Ángel que quedaba todavía unos
días más, por los asuntos que habían motivado su arribo a
Santiago.
Finada la primera jornada del camino, acontecióme algo inaudito.
En la posada hallábame reclinado en un poyo descansando, y he aquí
que una anciana del bohío, de pronto, mirándome asustada,
preguntóme lastimera:
—¿Qué le ha pasado, señor, en la cara? ¡Parece que la tiene
usted ensangrentada, Dios mío!…
Salté del asiento. Y al espejo advertíme en efecto el rostro
encharcado de pequeñas manchas de sangre reseca. Tuve un fuerte
calofrío, y quise correr de mí mismo. ¿Sangre? ¿De dónde? Yo había
juntado el rostro al de Ángel que lloraba… Pero… No. No. ¿De dónde
era esa sangre? Comprenderase el terror y el alarma que anudaron en
mi pecho mil presentimientos. Nada es comparable con aquella
sacudida de mi corazón. No habrán palabras tampoco para expresarla
ahora ni nunca. Y hoy mismo, en el cuarto solitario donde escribo
está la sangre añeja aquella y mi cara en ella untada y la vieja
del tambo y la jornada y mi hermano que llora y a quien no beso y
mi madre muerta y…
Este texto no ha recibido aún ninguna valoración.
13 libros publicados.