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Pero tan terrible angustia no podía durar mucho tiempo.
—¡Saltemos al camino! —gritó el cochero.
—¡Saltemos! —murmuró Flavio.
Dos gritos desgarradores atravesaron el espacio; las colinas los repitieron en confuso, como si el abismo les contestara con un gemido. Los desbocados caballos rodaban por la vertiente de una profunda cañada, y momentos después caballos y carruajes se estrellaban en lo profundo de la abierta sima.
Hermosa era la tarde y cristalinas las gotas de agua que se desprendían de los árboles. El cielo azul estaba sembrado de nubes ligeras y blancas como palomas; la atmósfera, limpia y pura; las praderas exhalaban gratos aromas que halagaban deliciosamente los sentidos, y a lo lejos, el mar, mostrándose inmenso y tranquilo, dejaba que se deslizasen sobre sus ondas los grandes buques y las pequeñas embarcaciones de los marineros de aquellas costas. El río seguía apaciblemente su curso entre sus húmedas orillas sembradas de flores azules; los silvestres pensamientos, cuyo color es tan apagado y triste como los recuerdos vagos de un amor que ha vivido y muerto ignorado, lanzaban sus débiles perfumes; y el canto sencillo de los pájaros, el chirrido del torno, al que hilaba una anciana de respetable fisonomía al umbral de la puerta, y el cacareo de los gallos jóvenes, que decían adiós al sol para recogerse, se dejaban sentir consecutivamente, formando un murmullo y una armonía verdaderamente campestres. Dulce tarde de otoño, tranquila y cariñosa; cuadro apacible que Flavio contemplaba absorto y silencioso desde una de las cuatro ventanas pintadas de verde que decoraban la sencilla fachada de la casa que habitaba.
253 págs. / 7 horas, 23 minutos.
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Publicado el 18 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.
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