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Pero el que con mayor vehemencia y aspavientos más enfáticos hizo la apología de los intereses espirituales, fue un tal José Antonio de Urrea, primo del Marqués, parásito en la casa por temporadas, hombre inconstante, ligero y de dudosa reputación. Más joven que Feramor, algo se le parecía en lo físico, en lo moral poco, porque era la cabeza más destornillada de la familia, y la mayor calamidad que pesaba sobre ella. El Marqués le profesaba una antipatía que a veces era mortal odio, y había hecho los imposibles por mandarle a Cuba, a Filipinas, al fin del mundo, y librarse de sus furiosas acometidas en demanda de socorros pecuniarios. Las adulaciones del dichoso pariente le sacaban de quicio, porque tras ellas venía siempre el golpe inexorable.
Verdaderamente, José Antonio de Urrea era más desgraciado que perverso. Huérfano en edad temprana y sin patrimonio, no tuvo quien le mandase a estudiar a Inglaterra ni a parte alguna. Los parientes ricos quisieron darle carrera; empezó sucesivamente tres o cuatro, Infantería, Montes, Administración Militar, Telégrafos, y no llegó ni a la mitad de ninguna. A los veintidós años, fue preciso conseguirle un destino. Feramor contaba por centenares los viajes al Ministerio para pedir la reposición o el traslado. Ello es que le echaban de todas las oficinas, porque, o no iba, o iba arde, y no hacía más que fumar, dibujar caricaturas y enredar con los compañeros. Abandonado de sus parientes, dedicábase a desconocidos negocios. Veíasele algún tiempo bien vestido, gastando en coche y teatros, sin que nadie supiese de dónde salían aquellas misas. Tras un largo período de eclipse, aparecía mi José Antonio hecho una lástima, enfermo, roto, muerto de hambre; pero con ideas de un gran negocio, que estudiaba y que seguramente sería su salvación. Feramor y su mujer, la Duquesa de Monterones y su marido le compadecían, y haciéndole prometer la enmienda, se dejaban expoliar. El pícaro se valía de mil graciosas artimañas para conquistar los de las señoras; on el socorro que recogía restauraba su ropa o la hacía nueva, y allá le teníais otra vez de punta en blanco, día y noche, de servilleta prendida, y amenizando las tertulias con su fácil ingenio.
234 págs. / 6 horas, 50 minutos.
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Publicado el 28 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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