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Yo solía sentarme a la mesa, entre el círculo de muchachos, ostentando el fuero o la inferioridad —según se mire— de un decanato indiscutido. Mi madurez empezaba, y empezaba también a divertirme el espectáculo de la locura de mis prójimos. Para exacerbar su amor propio, cifrado ya en diferenciarse del resto de los mortales, les llevé a la mesa algunas noches a un sujeto que, no por alarde, sino por ser en él natural, se pasaba la vida realizando estupendas barbaridades. Ya se zampaba regaladamente un vaso de vidrio, ya se daba una ducha con manga de riego, ya se tragaba un tenedor, ya se liaba a dentelladas con un perro de presa o con un gato enrabizado y furioso. El ejemplo de este Atila de sí mismo, a quien tributábamos ovaciones, acabó de perder a los comensales. Ansiaron parecer en lo moral lo que él era en lo físico —¡lo físico no se puede falsificar!—, y resolvieron declararse protervos, amorales y aun satánicos, poniendo el punto de honra en el toque de la perversidad refinada y estremecedora.
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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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