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—¡Venga, fuera… latosos; marchaos! —exclamé, y mi voz me sobresaltó con un eco repentino. Los perros siguieron inmóviles, vigilándome. Yo sabía ya que no tratarían de evitar que me acercase a la casa, y este conocimiento me dio libertad para estudiarlos. Tenía la sensación de que debían de estar terriblemente acobardados para ser tan silenciosos y pasivos. Pero no tenían aspecto de hambrientos ni de recibir mal trato. Tenían el pelaje suave y no se les veía flacos, aparte del lebrel tembloroso. Era más como si hubiesen vivido mucho tiempo con gente que no les hablaba ni los miraba: como si el silencio del lugar hubiese ido entorpeciendo gradualmente sus naturalezas bulliciosas e inquisitivas. Y esta extraña pasividad, este cansancio casi humano, me parecía más triste que la miseria de los animales famélicos y apaleados. Me habría gustado haberlos cogido un minuto, haberlos divertido con algún juego o alguna carrera; pero cuanto más miraba a sus ojos fijos y cansados, más absurda me parecía la idea. Con las ventanas de la casa asomadas hacia nosotros, ¿cómo podía yo pensar en algo así? Los perros lo sabían mejor: ellos sabían lo que la casa consentiría y lo que no. Incluso imaginé que sabían lo que me pasaba por la cabeza, y me compadecían por mi frivolidad. Pero incluso ese sentimiento les llegaba probablemente a través de una espesa niebla de indiferencia. Me daba la sensación de que su distancia respecto a mí no era nada comparada con lo lejos que me sentía yo de ellos. La impresión que producían era la de que no tenían en común una memoria tan honda y oscura que nada de cuanto sucedía merecía un gruñido o un movimiento de cola.
28 págs. / 50 minutos.
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Publicado el 28 de agosto de 2018 por Edu Robsy.
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