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Doña Ricarda hablaba poco, a no ser para preguntar. La curiosidad del mundo exterior la abrasaba, como una pasión invencible. Acercándose a su padre en las largas tardes estivales, mientras la madre, silenciosa por costumbre adquirida, hilaba mecánicamente, la doncella preguntaba al viejo aventurero: «¿Cómo eran las Indias? ¿Qué había visto y hecho en aquellas tierras tan distantes? ¿Había allá iglesias? ¿Había ciudades? ¿De qué color eran las gentes? ¿Iban vestidos como nosotros? ¿Eran las mujeres bien parecidas? ¿Cómo se casaban? ¿Cómo rezaban? ¿Cómo trabajaban?»
Y el veterano, lentamente, con palabras escogidas, que no ofendiesen los oídos castos, explicaba sus campañas, los peligros sufridos, la vida en las vastas soledades, comiendo trozos de iguana asada y tortas de maíz... Los ojos de doña Ricarda, al oír esto, relucían. Sus mejillas se arrebolaban y su boca reprimía una exclamación:
—¡Amarga de mí! ¡Nunca veré tal!
Cuando departía con su hermano, don Gutierre, el clérigo, era más franca. Le increpaba, se burlaba de él. ¡Siendo hombre, no haber dispuesto irse, correr mundo, antes que vestir aquellos hábitos y gastar el asiento de vaqueta de su sillón, leyendo sin cesar infolios en pergamino! Y el corcovado, sonriente, contestaba:
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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