No puede haber comparación, sino para mengua de lo moderno, en el
concepto de la hermosura, entre los juegos antiguos que celebraba
Píndaro y los de ahora, que cantan el Auto-Vélo o el París Sport.
Pero aun así, los actuales ejercicios y divertimientos ofrecen cuadros y
escenas de innegable atractivo. El teufteur, el pneu y los diversos
matchs de velocidad o agilidad, que hoy están de moda, entrarían
difícilmente en la oda. El automóvil ha encontrado un robusto poeta en
prosa en Paul Adam, y algún pequeño poeta ha celebrado a las varias
bellezas que se visten de oso y se ponen caretas extraordinarias para ir
a gozar de las delicias del torbellino de polvo, sobre el demonio de
caucho y hierro, fulminador de pavos, patos, gallinas y perros, cuando
no del desventurado peatón.
Otra vez he hablado de las carreras de caballos. Hoy se interesa el
público por las carreras de automóviles. «¡El caballo se muere! ¡El
caballo ha muerto!» gritan algunos. Pero el Grand Prix no deja de ser la
fiesta por excelencia, y Auteuil y Chantilly y demás lugares de
hipógrifos con pedigree, se siguen viendo tan concurridos como siempre.
Un periodista afirma que «un simple Rothschild puede franquear en una
armazón eléctrica, en diez y siete horas y media, la distancia que
separa Stuttgard de París; es decir, setecientos fulgurantes kilómetros,
y eso en el momento mismo en que la pobre Kizil Kourgan—ilustre
yegua—hija de Eolo, gana el antiguo premio de los hipódromos vieux jeu,
y da vueltas ante el presidente de la República. ¿Qué decís, oh días
del corcel caro a Píndaro, y qué vais a hacer? Triste sport de tortugas,
¿qué nos quieres? El Grand Prix de París me parece tan lejano en la
historia como las lupercales en honor del dios Pan. Epsom, Longchamps,
Auteuil y Chantilly, otros tantos nombres que suenan a viejo régimen,
viejos principios y radotage. Yo estoy por los pneus, por los teuf-teufs, por los autos,—y
los express son nuestras diligencias.» A lo cual otro le contesta que
el automóvil no es para todo el mundo, pues hay que ser rico para
pagarse las delicias de los 100 por hora. No ha llegado tampoco el
tiempo en que el caballo sea únicamente un comestible en las carnicerías
hipofágicas. «Creemos, dice el bravo defensor del animal poético que
relincha en Job y galopa en Virgilio, creemos que los autos no
reemplazarán jamás nuestra caballería armada, la cual, con las actuales
máquinas de guerra y con las que nos prepara el porvenir, se hacen más y
más indispensables. Esas solemnidades hípicas cuya ironía os parece
risible, son, pues, más útiles y de un orden más elevado que nunca, y el
día que anunciáis en que se abolirán las corridas de caballos, mientras
el caballo volverá a las pampas; el día, en fin, en que «los coraceros
cargarán en triciclos a petróleo»—no es broma, eso está en el
artículo—ese día encontrará mejor su lugar en carnaval que aquel
predicho por vos, en que «el caballo gordo, despacio, coronado de
pámpano, mitológico y comestible», desfilará por el bulevar. El mismo
Paul Adam ha preconizado la potencia destructora de los automóviles de
guerra, y lo que se creía una imaginación suya se ha visto confirmado
por la opinión de revistas técnicas y algún ensayo práctico en el
ejército inglés. Pero nada le quitará al caballo su triunfo estatuario y
su belleza lírica. No hay que olvidar que Pegaso es caballo.
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