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Luis había vuelto el rostro en dirección de la reja, y la monja le consideraba con susto; tal le hallaba de desencajado, los ojos asombrados y fijos, la boca contraída, negros y resecos de calentura los labios, el aliento que de ellos salía, impuro y fétido como la exhalación que se levanta de revuelto pantano en horas de tormenta.
—Malo, no —respondió Luis—. No tengo nada de lo que se dice enfermedad. Lo que tengo es pena…, ¿oyes?, pena horrible. Estoy en una de esas horas que hay…, ¡horas negras!…, y vengo a que alguien me muestre un poco de cariño, porque ¡me hace tanta falta!…
La monja se estremeció. Escuchaba con sencillo agrado la voz de Luis cuando hablaba de cosas indiferentes; pero, a poco que el sentimiento la timbrase, recordaba con punzante intensidad que era la misma voz, la única que había derramado en su oído inolvidables conceptos… Por rápido y soso que hubiese sido el noviazgo; por pronto que se hubiese convertido en fraternidad, sor Casilda guardaba allá dentro, invisible, una herida…, herida dulce, cruel, sin cesar ofrecida a Dios, sólo por él curada, cerrada nunca. Para que la herida no le doliese tanto, Casilda había buscado en el convento ese bálsamo pasado de moda, eternamente eficaz, del aislamiento, de la muerte parcial, del renunciar y del obedecer. No fue misticismo; fue más bien una especie de filosofía humana, instintiva, la que aconsejó a la niña que ocultase sus formas en el hábito de ruda estameña y cubriese su cabeza con la toca. Como tantas almas enfermas y exhaustas, buscó el reposo, única dicha de los que irremisiblemente pierden las esperanzas terrenas. Casi se hubiese sentido feliz en el convento si ignorase la situación de Luis, su historia privada. Pero la conocía. ¿Cómo? ¿Por referencias de quién? Ahí está lo que no acertaría a explicar de un modo concreto; pero sabía, sabía; todo había llegado hasta ella, cual llega penetrante olor de flores malditas salvando rejas y muros. Las reclusas están más al corriente de lo que se cree de cuanto en el mundo ocurre, no por relatos circunstanciados, sino por indicaciones expresivas. Un movimiento de cejas, un entornar de ojos, se interpretan en el claustro; la imaginación de la encerrada hace lo demás. Los gestos y las medias palabras referentes a Luis se traducían para sor Casilda de esta suerte: «En pecado. Por consecuencia, en más tribulación y tormentos que alegría». Y rezaba, rezaba, con un ímpetu de esos que llegan al más allá misterioso. ¡Que Luis, algún día, se arrepintiese y se salvase!, aunque a ella le fuesen cerradas las puertas divinas, tras de las cuales no hay mentiras, ni tristezas, ni miserias, ni culpas… Y ahora que le veía indudablemente en el primer peldaño de la escala del arrepentimiento, bajo la impresión de una catástrofe moral de las que en un instante inmutan la conciencia, sor Casilda, en vez de complacencia, sentía una piedad infinita, inmensa, arrasadora, que derretía su corazón y conmovía sus entrañas: algo muy trágico, muy hermoso y muy fuerte, que la arrebataba y la trastornaba, haciéndole olvidar en un minuto los propósitos y las aspiraciones de tantos años…
3 págs. / 6 minutos.
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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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