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Así sucedía que solía pasear solo, sin dejar por eso de gozar entre aquellos mirtos y laureles, que hacen del de Lisboa tino de los más bellos paseos de Europa.
Muchas veces había notado Pedro con extrañeza a una joven de condición humilde, pero de hermosura notable, que se sentaba solitaria en uno de los bancos del paseo, y que puesta la mano en la mejilla, no levantaba sus ojos del suelo sino para fijarlos en él. Había en aquellas miradas una mezcla de tristeza, de inocencia o ignorancia de los usos establecidos, unida a un interés tan sentido, sin ser provocado por el que lo inspiraba, que no pudo menos de sorprenderle. Empero en el sentir delicado de Pedro, lo chocante de la provocación superó todo el atractivo que la hermosura y todo el interés que la tristeza debían naturalmente inspirarle. Cada tarde hallaba Pedro a la muchacha en el mismo sitio; cada tarde veía a algunos jóvenes calaveras, a quienes aquella linda aparición atraía, rudamente rechazados, y cada tarde era más marcado el dolor que se iba grabando profundamente en aquel rostro joven y hermoso. Dice Kératry que Dios ha dado la compasión por abogada a la desgracia. Así sucedió que algunos días después, al llegar la entrada de la noche, y al notar que la muchacha se levantaba para retirarse, y que por despedida fijaba en él sus grandes ojos, de los que corrían abundantes lágrimas, Pedro, a pesar de la timidez de su carácter y de la rigidez de su conducta, fue arrastrado a seguirla, más por la compasión que las lágrimas inspiran, que no por la seducción que la belleza ejerce. Después que en su seguimiento se hubo internado por algunas calles solitarias, Pedro se acercó a ella, y le preguntó con timidez sí le aquejaba algún pesar, y si era de naturaleza que pudiese él remediarlo o aliviarlo.
18 págs. / 31 minutos.
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Publicado el 28 de junio de 2020 por Edu Robsy.
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