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A medida que avanzábamos, el firmamento se elevaba y su azul se iba haciendo más intenso y profundo. Lucía el sol de un mediodía abrasador. La implacable intensidad de la luz me ofuscaba, haciéndome ver los términos lejanos como masas violáceas envueltas en una gasa blanca. La línea del último más bien se adivinaba que se percibía en los confines del horizonte luminoso. La naturaleza africana anunciaba ya su proximidad con los setos de pita y de higos chumbos erizados de púas. Los olivos se retorcían con furia, adoptaban posturas grotescas, chupando con ansia de aquella tierra roja las escasas partículas de agua; árboles tristes, ridículos, donde alguna vez, como en todos los seres feos de la tierra, brilla un relámpago de hermosura, cuando el viento arranca de sus pobres hojas algunos reflejos argentados.
¡Nos acercábamos a Sevilla! Sentía mi corazón palpitar con brío. Sevilla había sido siempre para mí el símbolo de la luz, la ciudad del amor y la alegría. ¡Con cuánta más razón ahora, que iba hacia ella enamorado! Veíanse ya algunas huertas de naranjos, y entre sus ramajes de esmeralda percibíanse como globos de rubíes, según la expresión de un poeta arábigo, las naranjas que de puro maduras se derretían. En las estaciones próximas, Brenes, Tocina y Empalme, observaba cierta animación, que no podía achacarse al número, harto exiguo, de viajeros. Algunas muchachas de ojos negros, con claveles rojos en el pelo, de pie sobre el andén, sonreían a los que nos asomábamos a las ventanillas. Todas las casetas de guardas tenían ya en sus ventanas macetas con flores. Hasta las guardesas, viejas y pobremente vestidas, que, con la bandera recogida, daban paso al tren, ostentaban entre sus cabellos grises algún clavel o alelí.
378 págs. / 11 horas, 2 minutos.
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Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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