—¡Allá voy!
—Cobra antes de marcharte. En fin, que esto ya no tiene arreglo. No me hago solidario de las afirmaciones de Alsina.
Nosotros, los hombres de mérito extraordinario: unos, porque
gobiernan el Estado; y otros, como yo, porque nos dejamos gobernar
humildemente, sabemos que la autoridad es don divino, que emana de Dios,
que anida en la cabeza de seres privilegiados, y que no es posible
comprenderla, ni menos definirla: la autoridad se nos hace sensible y
amable, por medio de nuestra fe, de nuestra fe bendita.
Un sacerdote embriagado, con las manos manchadas por la carne de su
manceba, coge la hostia, la bendice, la pone en mi boca, y hace llegar a
mí el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo. El sacerdote podrá
sufrir una amonestación, podrá ir a la horca, degradado previamente,
pero el sacramento se consumó; y si yo muriese al recibir aquella
hostia, moriría con el perdón de todos mis pecados.
Pues, bien: un polizonte beodo, con las manos manchadas por el vino,
por los naipes y por la obscenidad, me denuncia como autor de un delito
que no he cometido, y me convierte en un criminal perseguible, y
perseguido; abominable, y abominado. Ese polizonte, podrá sufrir una
amonestación; podrá ir a la horca, degradado previamente, pero la
corrección se ha consumado; yo soy criminal, hasta que otra autoridad
opine lo contrario; y aun, si así opina, soy para siempre un procesado
que no sufrió condena; y que aquella virginidad del alma, que yo llamaba
mi honor, ha desaparecido. La autoridad es, la autoridad; eso: algo que
ennoblece a quien la usa, y deshonra a quien la sufre; algo que debiera
ennoblecer a quien la sufre, y ser ennoblecida por quien la usa; pero,
que no es así y es del otro modo, y está muy bien que sea como es;
porque estos asuntos no son materia de razón, sino artículo de fe; de
una fe que se logra fácilmente, pasando, como yo, algunas semanas en la
cárcel; y decidiéndose, como yo, a no volver a la cárcel, por un poco
más o menos, de una fe que es tan cómoda.
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