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D. Buenaventura no dijo tampoco nada, y seguía meditando.
— Déjeme usted nota — indicó Torres —. Yo veré...
El Consejero escribió la nota y la entregó al ministro. Al retirarse, habló así:
— Tengo gran empeño en ello, Sr. Lozano, pero grandísimo empeño. Si consigo arrancar a esa mártir de las garras de los verdugos de Logroño, me conceptuaré dichoso.
Cuando D. Ignacio Martínez de Villela se fue, alzó de súbito la meditabunda frente el Sr. D. Buenaventura, y dando un porrazo con el bastón, exclamó:
—¡Vive Dios, Sr. Lozano de Torres, que ya no me queda duda!
D. Juan Esteban reía como un zorro, y graciosamente se atusaba con la mano derecha el remolino de cabellos rubios que Dios, cual digno coronamiento de una obra perfecta, había puesto sobre su frente.
—¡Fermina Monsalud! — repitió, leyendo el papel que había dejado Villela.
— Madre de Salvador Monsalud — dijo el Marqués —; madre del hombre que anda trayendo y llevando mensajes de los masones; de ese que ha logrado hasta ahora burlar, con su ingenio peregrino, las pesquisas de la justicia.
211 págs. / 6 horas, 10 minutos.
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Publicado el 6 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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