—Si vieras cómo lo han sentido las novicias. ¡Pobrecitas! Me daban
ganas de dejárselo —dijo Adelina, que estaba quitando las ropitas al
muñeco con un gesto materno, como si fuera una criatura a la que iba a
acostar.
—¡Buena la hubieras hecho!
De pronto, la anticuaría dio una carcajada y dijo:
—Mira, Fabián; para tenerlo en un convento de monjas.
Pero él seguía absorto en su tasación de valores, y contestó distraído.
—Realismo… realismo puro… como el Jesús del Gran Poder, de Montañez, que hay en Sevilla… Es una hermosa talla.
Y en su alegría empezó a tararear sin respeto a los que ya dormían:
«Soy argentina, ché».
VI. ¡Que encantador es el duque!
Mandaron disponer un coche para ir al Cigarral, donde estaba el canónigo depositario de la confianza de Su Ilustrísima.
El coche tuvo que ir dando vueltas para hallar paso por aquellas
callejuelas de Toledo, por la mayoría de las cuales no podía pasar,
hasta salir al puente San Martín y tomar el camino del campo en
dirección contraria a la vega, bordeando el río para pasar cerca de los
molinos, con su voluptuoso olor de harina caliente y trigo candeal.
Aprovechaban las pequeñas caídas que tiene allí el Tajo, al internarse
entre las piedras de un barranco, donde parece que va a sumirse sin que
nada haga presumir en él la grandiosidad con que ha de ir luego a
precipitarse en el Océano. Era apacible aquel camino solitario, entre
peñas agrestes, en la falda de la montaña. Fabián se sentía contento.
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