—Señoritas y caballeros, en el orden de batalla —dijo Juan Valero, tomando un volador y blandiéndolo a guisa de espada.
Las señoras y los oficiales entraron en el patio de la casa, haciendo el menor ruido posible.
A través de las vidrieras de una ventana se divisaba la concurrencia, en la que aún no parecía reinar mucha animación.
Los que acababan de entrar se agruparon junto a esa ventana que daba a
la pieza en que se hallaban los convidados, dejando un lugar para
Mariluán, armado ya de su guitarra.
—Alférez Valero, rompa el fuego —dijo éste en voz baja.
—Desde aquí —dijo el alférez mirando a través de la vidriera— diviso unos ojitos que me están dando mucho valor para el ataque.
Y acercando un mechero encendido, que le pasó Caleu, al volador que
le acababa de servir de espada, lo lanzó inflamado al espacio, en donde
estallaron sus cohetes con ruidosa detonación.
—¡Viva doña Marcelina! —gritó el alférez al mismo tiempo.
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