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No sé cuántas horas estaría durmiendo, y si fueron horas, o días, o meses, o años. Lo que sé es que me levanté otro, enteramente otro. Los horrendos padecimientos habíanse borrado de la memoria o poco menos. «¡Pobrecillos!», me dije al recordar a mis compañeros de exploración muertos en la empresa. Me levanté volví a comer fruta y beber agua, y me dispuse a recorrer el oasis. Y he aquí que a los pocos pasos me encuentro con una estación de ferrocarril, pero enteramente desierta. No se veía un alma en ella. Un tren, también desierto, sin maquinista ni fogonero, estaba humeando. Ocurrióseme subir, por curiosidad, a uno de sus vagones. Me senté en él; cerré, no sé por qué, la portezuela, y el tren se puso en marcha. Experimenté un loco terror y me entraron ganas de arrojarme por la ventanilla. Pero diciéndome: «Veamos en qué para esto», me contuve.
Era tal la velocidad del tren, que ni podía darme cuenta del paisaje circunstante. Tuve que cerrar las ventanillas. Era un vértigo horrible. Y cuando el tren al cabo se paró, encontreme en una magnífica estación muy superior a cuantas por acá conocemos. Me apeé y salí.
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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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