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A no dudarlo, Rosa era un caso de estos, caso de estudio, invasión total de la enfermedad trapera. Altísima fiebre la abrasaba al ponerse en contacto con cintas y moños. Su vida no tenía más clave ni más norma que el tocado y el vestido. Si volviésemos al estado paradisíaco, a la cándida desnudez de la aurora del mundo, Rosa, con su blanca mano, ensartaría las primeras conchas para el primer collar bárbaro, o tejería la primer guirnalda de silvestres flores.
Hay que decir que Rosa era una belleza soberana. A la edad de veinticinco años que contaba cuando yo me metí a observador y fisgón en casa de las Neiras, Rosa podía arrostrar la comparación con las más celebradas hermosuras. No tenía tipo marcado: ni era rubia, ni pelinegra, sino de abundoso pelo castaño con reflejos dorados, y garzos ojos que se oscurecían o irradiaban espléndidamente según la cantidad de luz que recogían: su magnífica tez tampoco podía clasificarse entre las blancas ni entre las morenas, pues en ella se combinaban varios tonos finos y ricos, mezcla suave y maravillosa de sonrosados, de carmines, de nácares y de ágatas lustrosas y tersas. Tampoco la distinguía especialmente la estatura, que no pasaba de mediana, verdadera estatura femenil, pues la mujer demasiado alta parece que sobrepuja a su sexo. Las líneas del cuerpo de Rosa delataban una morbidez exquisita, tan distante de la obesidad como de la delgadez; una plenitud de carnes que no atentaba en lo más mínimo a la gracia y a la agilidad de los movimientos, a la esbeltez del talle, a la delicadeza de pies y manos, a la longitud de la tornátil garganta. Si hubiese que poner algún defecto a Rosa (pues no existe belleza intachable), sería que su rostro, tan lindo, tan bien coloreado y modelado por la naturaleza, expresaba poco; era un rostro vacío. Se diría que lo vano y fútil de las preocupaciones de tocador, únicas que en el cerebro se aposentaban, imprimía huella en la faz, y que Rosa, en ciertos momentos, sobre todo cuando no la animaba el reír o no resplandecía en su cara la vanidad satisfecha, se parecía a las perfectas muñecas de cera que se ven en los escaparates de las peluquerías exhibiendo el último peinado o el más reciente adorno de plumas y flores artificiales.
186 págs. / 5 horas, 25 minutos.
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Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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