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Me entré en una casa.
Presenté la alhaja.
—Veinte duros,—me dijeron.
—Vengan,—respondí.
—El nombre.
—Adriana Lecoubreur.
Me dieron los veinte duros y la papeleta.
Yo me volví al baile.
¿Era feliz?
¿Era desgraciado?
Estaba rico.
Pero tenia celos.
Volví el capuchon de alquiler; recobré mi sombrero y mi americana.
Alquilé en seis pesetas un magnífico traje de mandarin japonés.
Dejé en garantía ocho duros.
Me fuí á vigilar á Adriana.
La encontré; en un rincon en conversacion muy tirada con un inspector de vigilancia.
—¡Ah! ya sé,—dijo el inspector;—éste tiene seguro, es ayudante de la Piquirina.
Somos inútiles.
Yo me tranquilicé; me confundian con otro.
—¿Y á quién se le ocurre, señora,—añadió el inspector,—venir con alhajas á Capellanes? Ustedes son muy imprudentes; aquí no hay más que chulos, y buscavidas y tomadores.
113 págs. / 3 horas, 18 minutos.
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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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