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Un domingo, un pastor que estaba llevando a un pobre animal a las caballerizas de algún templo entre las colinas de Nuevo Hampshire me criticó porque, en lugar de ir a la iglesia, estaba dirigiendo mis pasos hacia la cima de una montaña, cuando en realidad yo iba a llegar más lejos que él para escuchar una palabra verdadera pronunciada aquel o cualquier otro día. El hombre afirmó que estaba «violando el cuarto mandamiento del Señor» y procedió a enumerar, con tono sepulcral, los desastres que le habían sucedido cuando había hecho algún trabajo ordinario en domingo. En verdad creía que había un dios vigilando para obstaculizar a aquellos hombres que realizasen algún trabajo terrenal durante aquel día, y no veía que la culpable había sido la mala conciencia de los que trabajan. El país está lleno de este tipo de supersticiones, de manera que cuando uno llega a un pueblo, la iglesia es, no sólo literalmente, sino también por asociación, el edificio más feo, pues es aquél en que la naturaleza humana se rebaja más y es más deshonrosa. Sin duda, este tipo de templos no debería tardar en dejar de deformar el paisaje. Hay pocas cosas más descorazonadoras y desagradables que estar caminando por las calles de un pueblo desconocido un día de domingo y escuchar al predicador gritando cual contramaestre en medio del vendaval, profanando así, injustamente, la serena atmósfera del día. Te lo imaginas quitándose el abrigo, como cuando los hombres se disponen a hacer un trabajo bochornoso y sucio.
381 págs. / 11 horas, 7 minutos.
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Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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