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—Miren, tienen que poner así —decía la muestra—. ¿Ven? Así, inclinadas, con un trazo vigoroso.
—¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! —gimoteaban las letras de Federico—. Pero no podemos; ¡somos tan raquíticas!
— Entonces les voy a dar un poco de aceite de hígado de bacalao —dijo Pegaojos.
—¡Oh, no! —exclamaron las letras, y se enderezaron que era un primor.
—Pues ahora no hay cuento —dijo el duende—. Ejercicio es lo que conviene a esas mocosuelas. ¡Un, dos, un, dos!
Y siguió ejercitando a las letras, hasta que estuvieron esbeltas y perfectas como la propia muestra. Mas por la mañana, cuando Pegaojos se hubo marchado, Federico las miró y vio que seguían tan raquíticas como la víspera.
No bien estuvo Federico en la cama, Pegaojos, con su jeringa encarnada, roció los muebles de la habitación, y enseguida se pusieron a charlar todos a la vez, cada uno hablando de sí mismo. Sólo callaba la escupidera, que, muda en su rincón se indignaba al ver la vanidad de los otros, que no sabían pensar ni hablar más que de sus propias personas, sin ninguna consideración a ella, que se estaba tan modesta en su esquina, dejando que todo el mundo le escupiera.
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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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