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Edición física «Quince Días en el Desierto Americano»
Si, en efecto, sólo hubiésemos querido ver bosques, nuestros anfitriones habrían tenido razón al decirnos que no hacía falta ir demasiado lejos, pues a una milla de la ciudad la ruta se introduce en el bosque y ya no sale de él. El terreno sobre el que se encuentra es totalmente chato y a menudo cenagoso. De cuando en cuando, se encuentran en el camino nuevos terrenos desbrozados. Como esos establecimientos son sumamente parecidos entre sí —ya sea que se encuentren en el fondo del Michigan o en la entrada de Nueva York—, intentaré describirlos aquí de una vez por todas.
La campanilla que el pionero tiene el cuidado de colgar del cuello de sus animales para encontrarlos en la espesura del bosque anuncia desde muy lejos la cercanía de un terreno desbrozado. Muy pronto se escuchan los golpes del hacha derribando los árboles del bosque; y, a medida que uno se acerca, los rastros de destrucción anuncian con mayor certeza la presencia del hombre; ramas cortadas cubren el camino, troncos calcinados por el fuego o mutilados por el acero siguen, no obstante, de pie a nuestro paso. Por ese mismo camino, se llega a un bosque cuyos árboles parecen haber sufrido una muerte súbita. En pleno verano, sus ramas secas evocan la imagen del invierno. Al examinarlos de cerca, puede verse que un círculo profundo, tallado en la corteza, detuvo la circulación de la savia hasta matarlos. Esa es, en efecto, la primera tarea del plantador. Como no le es posible, en el transcurso del primer año, cortar todos los árboles que pueblan su nueva propiedad, siembra maíz debajo de sus ramas y, para impedir que den sombra a su cosecha, los daña de muerte. Detrás de ese campo, esbozo incompleto, primer paso de la civilización en el desierto, vemos de pronto la cabaña del propietario. Por lo general, está emplazada en el centro de un terreno cultivado con mayor cuidado que el resto, pero donde sin embargo el hombre aún está en lucha desigual con la naturaleza. En ese lugar, los árboles fueron cortados, pero no arrancados; los troncos todavía recubren y obstruyen el terreno, que en otro tiempo recibía su sombra. Alrededor de estos restos resecos, trigo, brotes de roble, plantas de todas las especies, yerbas de toda clase, crecen en desorden y se desarrollan, juntas sobre un suelo indócil y aún semisalvaje. En el centro de esta vegetación vigorosa y variada, se alza la casa del plantador o, como la llaman en la región, la log house. Al igual que el campo circundante, esta morada rústica anuncia una obra nueva y precipitada. Su longitud excede raramente los treinta pies. Tiene veinte de ancho y quince de alto. Tanto las paredes como el techo están construidos con troncos de árboles no escuadrados, entre los cuales se ha puesto musgo y tierra para impedir que el frío y la lluvia penetren en el interior de la casa. A medida que el viajero se acerca, la escena cobra vida. Alertados por el ruido de nuestros pasos, unos niños que se revolcaban entre algunos materiales de los alrededores se levantan precipitadamente y huyen hacia la casa paterna, como asustados por la presencia de otros hombres, mientras dos grandes perros semisalvajes, con las orejas paradas y el hocico alargado, salen de la cabaña y se acercan gruñendo para cubrir la retirada de sus jóvenes dueños.
64 págs. / 1 hora, 52 minutos.
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Publicado el 18 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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