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Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas de los novios. Aun cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su felicidad, por mil no sospechados conductos —cartas, sueltos de periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de desconocidos quizá— en Abencerraje se sabía confusamente que el viaje era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos y que marido y mujer disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasose el otoño y se averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban ya en la capital de la República francesa los marqueses, divertidos, festejados, girando en el torbellino del placer. Hacia febrero o marzo se habló de que la recién casada sufría una grave enfermedad; pero casi se supo el mismo tiempo el mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el lunes de Pascua de Resurrección, a la caída de una tarde admirable por lo serena, cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su delicado aroma y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país vio asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho repique de cascabeles, y las gentes que se asomaban curiosas a las puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que a María de las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de los senderos, y a Luisilla, sentada a su lado, también desmejorada y amarillenta, sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su señora; ambas mudas, ambas tristes, ambas con la huella del padecimiento en el rostro. Y ni aquel día, ni los siguientes, ni nunca más, asomó el marqués de Alcalá por el castillo de su mujer, ni por la comarca siquiera, y María y Luisilla vivieron solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como hermanas amantísimas e inseparables.
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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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