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—¿Lloras, hijo mío? —murmuró la madre, consoladora.
—¡Lloro, sí! Triste está mi alma hasta la muerte. Las aguas del abismo, amargas y hondas, suben hasta ella. Y mira, ni todas las aguas que están entre la tierra y el cielo pudieran apagar mi foco de amor al hombre. La llama me abrasó el corazón. ¡Ve cómo arde!
Y abriendo la túnica mostró una brasa viva, una especie de enorme rubí, que se inflamaba hacia el lado izquierdo. A su lumbre, la obscuridad se encendió, y fue visible el halo luminoso que cercaba la dulce cabeza de Jesús.
—¡En este fuego me consumo, madre! —repitió el Salvador con un gemido ardoroso—. Y es por ellos, por los que heredaron la malicia de Adán. Han comido del árbol funesto y por sus venas corre la ponzoña. ¡Ven, te mostraré lo que hacen, lo que está sucediendo ahora en su planeta!
Y el paso leve fue más rápido aún. Caminaban como volando, deslizándose sobre el polvo endurecido por la helada, sobre los guijarros y las hierbas, al través de los montes y los matorrales. Leguas y leguas quedaban atrás, y variaban los paisajes, y tan pronto oían el mugir de las olas azotando escolleras, como el cristalino reír de los arroyos, desatados todavía, a pesar de los hielos, en los repuestos valles.
4 págs. / 8 minutos.
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Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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