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A los pocos días de asistir a la cátedra de Glauben perdía, el que lo tuviera, el hábito de la preocupación de lo contemporáneo como superior a lo antiguo, el hábito de inclinarse a la moda en filosofía; las más recientes hipótesis que los demás profesores exponían como deslumbrantes novedades, las analizaba Glauben con fría imparcialidad, las comparaba y barajaba con las teorías viejas, y a poco aparecía con la pátina de lo caduco, de lo transitorio; tenía una rara habilidad, nada maliciosa, para borrar el prestigio del barniz reciente en las doctrinas que sometía a examen. Y con todo, no ofendía a nadie; muchas veces le oían los mismos inventores de las teorías que sometía a aquel baño histórico y no podían sentirse mortificados, porque no despreciaba nada; lo antiguo, lo moderno, todo era pensamiento, nobleza del alma.
Glauben era alto, delgado y pálido; como de unos cincuenta años, con cabellera ondeada, negra, sin una cana, de hebras sedosas, tenues, dóciles a la mano fina y aristocrática que solía acariciarlas, como si sintiese bajo ellas el palpitar de las ideas. Mientras acariciaba la melena con la mano, apoyaba el codo en la mesa y la cabeza en la palma de la mano, cuyos dedos jugaban con la seda negra del cabello dócil. Sonreía casi constantemente, con cara dolorosa, melancólica. Sus ojos, paseándose distraídos en miradas que nada buscaban fuera, a veces, al menor ruido hacia la puerta del aula, se mostraban asustados. Si entraba algún discípulo algo tarde, suspendía Glauben la plática, le miraba como inquieto, sin respirar; y después que el estudiante pasaba delante de él y buscaba su asiento, Glauben respiraba tranquilo, volvía a sonreír y a proseguir de nuevo el suspendido discurso. Aunque allí, al dar el reloj de la casa la hora señalada para terminar la conferencia, los estudiantes se daban por enterados, sin necesidad de que avisara un bedel, y el profesor daba en seguida por terminada la clase, Glauben, por excepción, porque no podía vencer las distracciones del discurso y olvidaba el tiempo, había ordenado que un dependiente anunciase la hora. Pero cada vez que se cumplía esta ceremonia, Glauben miraba al galoneado ujier inquieto, en silencio y como temeroso de que tuviese algo particular que decirle. «La hora», exclamaba el buen hombre inclinándose. Y Glauben, respirando con fuerza y sonriendo, decía a su gente: «Hasta mañana».
10 págs. / 17 minutos.
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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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