En esta segunda parte de «El ruedo ibérico», Valle-Inclán aborda la agitada situación española en los meses de febrero a agosto de 1868, con una reina Isabel II sometida a las presiones del Ejército y de la Iglesia y condicionada por la cambiante influencia de los palaciegos.
Toda esa compleja trama, que complican las ambiciones de los partidos, se convierte por obra y gracia del arte de Valle-Inclán en un espectáculo fascinante. Ante los ojos del lector desfilan personajes grotescos y acciones esperpénticas, pero por encima de todo ello emerge la concepción histórica del autor, que no oculta su simpatía por los desesperados y marginados.
En el coche le acordó de súbito el duelo que tenía en la casa con el hijo enfermo, y una asustada congoja le tomó los ánimos:
—¡Segis, qué exigencias tan crueles tiene el mundo! Ya me ve usted,
agobiado bajo el peso de la desgracia y sin poder excusarme de asistir a
la Sesión de Cortes… Sería comentadísimo y muy mal visto en las
alturas.
Diputado con carácter palatino, muy apegado al protocolo, y muy
petulante, llenaba de sentido trascendental su asistencia a la Cámara.
Apuntábanle bajo el bisoñé brotes de espartanas sentencias, frases
todavía en nebulosa que esperaba redondear y lucir en ocasión oportuna.
—El hijo moribundo, el concepto del honor, las obligaciones de su
linaje, la devoción por la Real Familia.—Mirándose en el espejo de su
heroica conducta, recogido en el fondo del carruaje, se enternecía.
Saludaba, santiguándose, las portaladas de iglesias y conventos. El
lujoso atalaje despertaba los ecos verduleros del antiguo Madrid.
Desembocó por la esquina de Medinaceli. El Casino tenía su sede en el
Palacio del Marqués de Santiago —Carrera de San Jerónimo y Angosta de
Peligros.—La bandera Nacional ondeaba en el Templo de las Leyes. Los
contrapuestos leones de la escalinata esperezaban un regaño simétrico.
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Publicado el 30 de abril de 2017 por Edu Robsy.
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