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Este texto forma parte del libro «Cuentos Antiguos».
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Ha de saberse que Alejandro, después de aniquilar a Darío y hacerse dueño de Persia, fue corrompido por la muelle y refinada vida asiática y por el servilismo de aquellas razas que, a diferencia de los griegos, se postraban ante el rey tributándole honores divinos. Pero, en los primeros tiempos, antes de que el vencedor se dejase vencer por las delicias que reblandecen el alma, luchó para sobreponerse y conservar sus energías morales, y esta lucha, sostenida por un hombre omnipotente, debe serle contada más gloriosa que la victoria de Arbelas.
Claro es que entre las tentaciones de que se veía asaltado Alejandro a cada instante, descollaba la tentación de la mujer, dulcísima asechanza en que caen las almas grandes, igual o acaso más hondo que las pequeñas. No son más hermosas que las griegas las hijas de la Susiana, y acaso sus formas no se prestan tanto a que el pincel las reproduzca; pero en cambio poseen un hechizo perturbador, que enciende la fantasía y subyuga potencias y sentidos. Los rostros pálidos y prolongados como la luna en su creciente (según la comparación del poeta Firdusi), donde se abren los labios sinuosos, color de cinabrio, parecidos a una flor de sangre; los ojos luengos, de negrísimas y pobladas pestañas, «lagos a la sombra», dice una canción persa; los cuerpos flexibles, delgados de cintura y que en lo alto se ensanchan a manera de jarrón que contiene dos tersas magnolias; el cutis impregnado de aromas sabeos, el pie diminuto encerrado en la delicada babucha de piel de serpiente bordada de perlas, el vestir artificioso, las gasas que muestran y encubren hábilmente el tesoro de la beldad, los cabellos rizados con primor, los brazos lánguidos que saben ceñirse a guisa de anillos de culebra, otros tantos anzuelos y redes para Alejandro, de los cuales no acertaba a desenvolverse. Y como quiera que a cada instante venían a su tienda o a su palacio damas persas a impetrar clemencia o justicia, Alejandro, conociéndose y no queriendo prevaricar en sus funciones de árbitro del mundo, ideó un extraño preservativo: al acercarse una mujer, cubríase el rostro y los ojos con un paño de púrpura, y así las recibía y escuchaba, creyendo ellas que era misterio de la majestad real lo que sólo era prevención contra la humana flaqueza.
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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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