Qué es la poesía?
Cristóbal Miró Fernández
Reflexión
1 pág. / 1 minuto / 42 visitas.
Publicado el 15 de febrero de 2022 por Cristóbal Miró Fernández .
1 pág. / 1 minuto / 42 visitas.
Publicado el 15 de febrero de 2022 por Cristóbal Miró Fernández .
El Hombre es Libre porque tiene voluntad y entendimiento.
El Objeto de la voluntad es el Amor.
El Objeto del entendimiento es La Verdad.
Dios es El Amor, Jesucristo es La Verdad. No hay nada de relativo en ello.
Lo bueno es lo que te lleva a La Verdad, que es nuestro Objetivo.
Lo bueno es lo que te lleva a La Verdad, no tiene nada de relativo. Ese es el principio del relativismo: creer que lo bueno y lo malo es relativo.
Si logras demostrar que todo es relativo, entonces has demostrado que Dios no existe, porque Él es Lo Absoluto, La Vedad Absoluta y el Amor Absoluto.
El entendimiento discierne lo qué es bueno, y la voluntad busca alcanzarlo.
Pero el entendimiento implica la Fe, que rebasa las cosas materiales.
Solo hay una Verdad (Absoluta), es ilógico e irracional que haya dos o más verdades, porque no serían vedad ninguna de las dos, ya que solo serían verdad cada una cuando la otra se ignore o se descalifique o se desaparezca.
Cuando logramos nuestros Objetivos (Amor y Verdad) somos LIBRES.
El relativismo se traduce en agnosticismo. Un relativista no cree que haya una Verdad (Absoluta), y no aceptar La Verdad es ser agnóstico.
Cuando aplicamos nuestras potencias (Voluntad y
Entendimiento) en lo que les corresponde (Amor y Verdad), nuestra vida funciona
bien.
Cuando las aplicamos en otra cosa que no les corresponde cometemos uno o varios
errores y nuestra vida funciona mal, es decir, nos esclavizamos a una mentira.
Si usamos un martillo para cortar madera, nos estamos esclavizando a un error,
vivimos en una mentira, y no logramos nuestro objetivo de cortar la madera, o
la cortamos mal.
Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 92 visitas.
Publicado el 31 de julio de 2017 por Juan Jose Suarez.
Sólo los que se aferran a la vida más de lo reglamentario creen que se les puede hacer una biopsia de puro trámite cuando se quejan de que un catarro no se les cura. Y, cuando en vez de una aspirina, les recetan veinte sesiones bajo el acelerador lineal, sólo los de piel de rinoceronte siguen creyendo que las cosas marchan bien.
Eduardo Libre, que soportaba desde niño las desventajas de un espíritu burlón, sonrió, de cara al médico:
—¿Y, a pesar de esto, cree que me curaré?
—Naturalmente.
Libre, que era de otra escuela de pensamiento más propensa a la acción, salió directamente hacia el banco y pidió un cartucho de monedas de cincuenta pesetas. Lo pagó y, con él en el puño, dio un formidable golpe en el mentón del guardia se seguridad de aquella desventurada sucursal. Ya tenía pistola y un total de veinticinco balas.
Cuando, además de cáncer, se tiene un arma de fuego con alguna munición, sobreviene un momento de optimismo. Aguzando el oído se oyen cánticos de aves. Quizá es pasajero, pero alivia la tensión.
De haberse enterado su médico, hombre de escasa psicología y de nómina profunda, hubiera pensado que los últimos manejos perseguían el fin de dotar a Eduardo de un pasaporte a la eternidad: rápido aunque ruidoso. Por eso se hubiera extrañado al ver como su cliente, lejos de perforarse el cráneo, se acomodaba en el escritorio e invertía su valioso tiempo en sumirse en los recuerdos.
Aspiraba a escribir en un blanco papel los nombres de quienes le hubieran perjudicado gravemente, para remitirlos al más allá como avanzadilla. Tenía la impresión de que su cáncer no era más que el resultado del cúmulo de injusticias sufridas y, católico ligeramente heterodoxo, pensaba hacer de Dios durante unos días, decidiendo sobre el destino de ciertos elementos perjudiciales para la salud.
—Juan Valls. —escribió.
Licencia limitada
3 págs. / 6 minutos / 230 visitas.
Publicado el 12 de julio de 2016 por Edu Robsy.
Creative Commons
1 pág. / 1 minuto / 275 visitas.
Publicado el 13 de agosto de 2021 por Francisco A. Baldarena .
A la mayor parte de los humanos les da que hacer entre los treinta y los cincuenta, y muchas veces más allá, por los abusos a que propende nuestra especie y en que no incurren los animales, eso que nosotros llamamos amor, y los teólogos con otro vocablo más crudo, y acaso menos distante de la verdad.
Sobre esto discutían dos viejos amigos, típicos ejemplares ambos de la estirpe española, que recorrido el camino de una vida de aventuras políticas y militares, y a pesar de singulares condiciones de arrojo, inteligencia y energía, habían visto fallida su ambición, y se consumían de tedio y hasta —¿por qué no decirlo?— algún tanto de envidia, viendo a los de «su tiempo», que no les llegaban a la suela del zapato, en altos puestos.
Uno de los viejos —aún robusto, fuerte y con señales visibles de guapo en otros días— procedía de América, y vencido en los disturbios de una de las jóvenes repúblicas, echado para siempre por el partido triunfante, iba amarilleando su malaventura, más que la de la afección al hígado, diagnosticada por el médico; y al otro, veterano de las guerras civiles y de otras guerras coloniales, donde realizó heroicidades y prodigó su sangre con incomparable gallardía, dijérase que un duende maléfico le estorbaba siempre recoger el lauro y la recompensa, y se atravesaba entre la fortuna y él. Era a los cincuenta y ocho, comandante, y si le preguntasen la causa de no haber avanzado más, acaso le fuese difícil responder. Otro tan bravo como Sebastián Palacios, difícilmente se encuentra, como no habían visto las llanuras y las cordilleras sudamericanas más recio y resuelto jinete que Doroteo Cárdenas, cuyos hechos eran hasta legendarios…; pero legendarios entre los indios; los civilizados pierden fácilmente la memoria.
Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 41 visitas.
Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
Una pequeña estación, con la pintura herrumbrosa y agrietada por el sol ardiente —al otro lado de la vía férrea, algunas cabañas de adobe y unas cuantas casas de madera—, así era la Estación de Yucca, expuesta al calor en medio del desierto que se extendía de un extremo al otro del horizonte.
Al Lyman recorría el apeadero a la sombra poco abundante y sofocante de la pequeña estación, con sus botas barnizadas crujiendo sobre la gravilla. El tal Lyman era un hombre bajo, de hombros estrechos y caídos; la vestimenta mugrienta, barata, el producto típico de los barrios bajos de una gran ciudad. La nariz ganchuda, como el pico de un depredador, con los ojos penetrantes, apestando a mercachifle a una legua de distancia.
Su sustento andaba a su lado... Spike Sullivan, conocido por los habituales de la Sala Atlética de la calle Barbary. Gigantesco, con los hombros como los de un buey, manos gruesas y caídas a lo largo del cuerpo, medio abiertas, como las de un simio, cubiertas de pelos hirsutos y negros. Un rostro ceñudo, mandíbula prominente, ojos negros y de mirada estúpida. Al igual que Lyman, desentonaba en aquel decorado, y su verdadero nombre no sonaba muy parecido a Sullivan.
Miraba a su alrededor mientras seguía lentamente a Lyman... los dos hombres se movían porque, en aquel horno, era más soportable hacerlo que permanecer inmóviles. Sullivan frunció el ceño hacia la minúscula ciudad que se extendía al otro lado de las vías férreas, hacia el hombre apenas visible que estaba en la sala de espera, hacia el chucho tumbado debajo de un banco junto al muro de la estación.
El perro despreció la mirada del hombre. Se estiró y salió de debajo del banco, agitando la cola. Sullivan le apartó con un irritado juramento. Su gruñido rabioso retumbó en el silencio; el hombre de la sala de espera se acercó a la puerta y miró con frialdad a los extranjeros.
Protegido por copyright
35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 31 visitas.
Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.
Era doña Cipriana un tipo original: alta, huesuda, con la piel amarillenta y arrugada y el cabello encanecido. Los mechones blancos que orlaban su frente no eran esas coronas cantadas por los poetas, símbolos de ilusiones desaparecidas que animaron un corazón juvenil; representaban más bien una prematura decrepitud; una naturaleza ajada por el tiempo y la monotonía de la vida.
Sus ojos llamaban la atención por la viveza de la mirada, á pesar de tener las órbitas hundidas y caídos los párpados, relampagueaba en ellos un rayo de vida, una luz extraña, algo que parecía indicar la llama del amor, viviendo todavía en aquella mujer de sesenta años.
Casada con un honrado comerciante, su existencia se deslizó como la de tantas otras mujeres para las que la vida se reduce á las indispensables ocupaciones caseras y que sólo ven en el marido la llave de la despensa, y que no tienen más relaciones con el mundo que el chismorreo continuo del vecindario.
La naturaleza le había negado el goce de la maternidad, y á la muerte de su esposo se encontró doña Cipriana con una fortuna regular y un corazón que jamás había latido á impulsos de la pasión amorosa.
Y ocurrió que la pobre mujer, bajo la influencia de la mirada de Antonio, un joven antiguo amigo de la casa, sintió despertarse la vida con toda la ternura y todas las nimiedades encantadoras y delicadas que son propias del amor.
Antonio era un joven alto, delgado, de correctas y nobles facciones, y de negros ojos, en los que se veía una mezcla extraña de energía, ternura, movilidad, viveza y melancolía.
Más de una romántica señorita suspiraba por el mozo, y alguna dama le perseguía detrás de la per siana con miradas ansiosas.
Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 17 visitas.
Publicado el 21 de enero de 2025 por Edu Robsy.
La tarde, de primavera, estaba llena de promesas de fecundidad. El campo ofrecía ya la plenitud de la cosecha con las mieses que comenzaban a enrubiar y mecían las espigas de granos hinchados y lucientes.
Un intenso olor a día de primavera lo envolvía todo de un modo penetrante.
Después de los días grises del invierno reseco, árido y triste, se dejaba sentir con más fuerza al despertar de la Naturaleza en pleno campo, como si se escuchasen las pulsaciones de un corazón que cobraba nueva vida con la circulación de la savia que lo reanimaba todo.
Pura apareció en la puerta del solitario cortijo, puso la mano derecha como toldo a los ojos y tendió la vista a lo largo del camino, que se extendía zigzagueando entre los declives de las montañas.
Se veía avanzar por él una burra cargada con capachos, sobre los que iba colocada una arqueta de madera. A su lado, un hombre, varilla en mano, parecía ayudarle a andar, más que arrearla, para que continuase su camino.
—No me había engañado —murmuró la joven.
Se volvió hacia el interior de la casa y llamó con voz alegre:
—¡Madre! ¡Cándida! ¡Isabel! Por ahí viene el tío Santiaguico.
Se oyó un rumor de crujientes faldas almidonadas, y otras dos jóvenes llegaron al lado de Pura, con expresión contenta y curiosa.
El buhonero que llegaba tenía fama de llevar de cortijo en cortijo las mercancías más bellas, que cambiaba por recova.
La madre apareció detrás.
—Esto es una plaga. Estas gentes no nos dejan parar. Desde que se sabe que se casa Pura parece que se han dado cita aquí.
Los perros comenzaron a ladrar y fingir furiosos ataques en dirección del lugar por donde se aproximaban el hombre y la caballería.
La voz de Pura se elevó imponiéndoles silencio.
—«¡Zaida!». «¡Sola!». ¡Aquí!
Dominio público
35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 1.206 visitas.
Publicado el 25 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.
Historia contemporánea de la Plazuela de Santa Ana
Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.
(Cervantes)
No hay más decir sino que Andalucía es la mapa de los hombres
rigulares, y Sevilla el ojito negro de tierra de donde salen al mundo
los buenos mozos, los bien plantados, los lindos cantadores, los
tañedores de vihuela, los decidores en chiste, los montadores de
caballos, los llamados atrás, los alanceadores de toros, y, sobre todo,
aquellos del brazo de hierro y de la mano airada. Si sobre estas
calidades no tuvieran infundida en el pecho más de una razonable
prudencia, y el diestro y siniestro brazo no los hubieran como atados a
un fino bramante que les tira, modera y detiene en el mejor punto de su
cólera, no hay más tus tus, sino que el mundo sería a estas horas más yermo que la Tebaida...
Por fortuna, estos paladines de capa y baldeo se contienen, enfrenan y han respeto los unos a los otros, librando así los bultos de los demás, copiando de aviesa manera lo que llaman el equilibrio de la Europa.
Aquí tose el autor con cierta tosecilla seca, y prosigue así relatando.
Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 46 visitas.
Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Érase una vez un leñador y una leñadora que tenían siete hijos, todos ellos varones. El mayor tenía diez años y el menor, sólo siete. Puede ser sorprendente que el leñador haya tenido tantos hijos en tan poco tiempo; pero es que a su esposa le cundía la tarea pues los hacía de dos en dos. Eran muy pobres y sus siete hijos eran una pesada carga ya que ninguno podía aún ganarse la vida. Sufrían además porque el menor era muy delicado y no hablaba palabra alguna, interpretando como estupidez lo que era un rasgo de la bondad de su alma. Era muy pequeñito y cuando llegó al mundo no era más gordo que el pulgar, por lo cual lo llamaron Pulgarcito.
Este pobre niño era en la casa el que pagaba los platos rotos y siempre le echaban la culpa de todo. Sin embargo, era el más fino y el más agudo de sus hermanos y, si hablaba poco, en cambio escuchaba mucho.
Sobrevino un año muy difícil, y fue tanta la hambruna, que esta pobre pareja resolvió deshacerse de sus hijos. Una noche, estando los niños acostados, el leñador, sentado con su mujer junto al fuego le dijo:
—Tú ves que ya no podemos alimentar a nuestros hijos; ya no me resigno a verlos morirse de hambre ante mis ojos, y estoy resuelto a dejarlos perderse mañana en el bosque, lo que será bastante fácil pues mientras estén entretenidos haciendo atados de astillas, sólo tendremos que huir sin que nos vean.
—¡Ay! exclamó la leñadora, ¿serías capaz de dejar tu mismo perderse a tus hijos?
Por mucho que su marido le hiciera ver su gran pobreza, ella no podía permitirlo; era pobre, pero era su madre. Sin embargo, al pensar en el dolor que sería para ella verlos morirse de hambre, consistió y fue a acostarse llorando.
10 págs. / 18 minutos / 990 visitas.
Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.