Textos por orden alfabético inverso | pág. 115

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Pulgarcito

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Un pobre labrador estaba sentado una noche en el rincón del hogar; mientras su mujer hilaba a su lado, él la decía:

—¡Cuánto siento no tener hijos! ¡Qué silencio hay en nuestra casa mientras en las demás todo es alegría y ruido!

—Sí —respondió su mujer suspirando—, yo quedaría contenta, aunque no tuviésemos más que uno solo tan grande como el dedo pulgar y le querríamos con todo nuestro corazón.

En este intermedio se hizo embarazada la mujer y al cabo de siete meses dio a luz un niño bien formado con todos sus miembros, pero que no era mas alto que el dedo pulgar. Entonces dijo:

—Es tal como le hemos deseado, mas no por eso le queremos menos.

Y sus padres le llamaron Tom Pouce, a causa de su tamaño. Le criaron lo mejor que pudieron, mas no creció, y quedó como había sido desde su nacimiento. Parecía sin embargo, que tenía talento: sus ojos eran inteligentes y manifestó bien pronto en su pequeña persona astucia y actividad para llevar a cabo lo que se le ocurría.

Preparábase un día el labrador para ir a cortar madera a un bosque, y se decía: Cuánto me alegraría tener alguien que llevase el carro.

—Padre —exclamó Tom Pouce—, yo quiero guiarle, yo; no tengáis cuidado, llegará a buen tiempo.

El hombre se echó a reír.

—Tú no puedes hacer eso —le dijo—, eres demasiado pequeño para llevar el caballo de la brida.

—¿Qué importa eso, padre? Si mamá quiere enganchar, me meteré en la oreja del caballo, y le dirigiré donde queráis que vaya.

—Está bien —dijo el padre—, veamos.

La madre enganchó el caballo y puso a Tom Pouce en la oreja, y el hombrecillo le guiaba por el camino que había que tomar, tan bien que el caballo marchó como si le condujese un buen carretero, y el carro fue al bosque por buen camino.

Mientras daban la vuelta a un recodo del camino, el hombrecillo gritaba:


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6 págs. / 10 minutos / 293 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Pulgarcita

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Cierta vez hubo una mujer que deseaba muchísimo tener un hijo, sin que le fuera concedida la realización de ese deseo. Finalmente fue a hablar con un hada y le dijo:

—Mi mayor ambición es tener un niñito. ¿Puedes decirme dónde podría encontrar uno?

—Eso es fácil de resolver —contestó el hada—. Aquí tienes un grano de cebada de una clase muy diferente de aquella que crece en los campos y que se echa de comer a los pollos. Plántala en esa maceta y verás lo que pasa.

—¡Gracias! —respondió la mujer, y dio al hada doce monedas de cobre, que era el precio de la cebada.

Luego se fue a su casa y la plantó. Enseguida creció una flor hermosa y grande, de aspecto semejante al de un tulipán, pero con pétalos tan apretados como si fuera todavía un pimpollo.

"La flor es muy linda" —dijo la mujer, y dio un beso a los pétalos dorados y rojos. Al hacerlo, la flor se abrió, y la mujer vio que se trataba realmente de un tulipán.


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13 págs. / 23 minutos / 775 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Puesta de Sol

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

La duquesa de Pontecorvo dejó su automóvil a la entrada de Roquebrune. Luego, apoyándose en el brazo de un lacayo, empezó a subir las callejuelas de este pueblo de los Alpes Marítimos, estrechas, tortuosas y en pendiente, con pavimentos de losas azules e irregulares, incrustadas unas en otras. A trechos, estas callejuelas se convertían en túneles, al atravesar el piso inferior de una casa blanca que obstruía el paso, lo mismo que en las poblaciones musulmanas.

Todas las tardes de cielo despejado, la vieja señora subía desde la ribera del Mediterráneo para contemplar la puesta de sol sentada en el jardín de la iglesia. Era un lugar descubierto por ella algunas semanas antes, y del que hablaba con entusiasmo a sus amigas.

Una vanidad igual a la de los exploradores de tierras misteriosas la hacía soportar alegremente el cansancio que representaba para sus ochenta años remontar las cuestas de estas calles de villorrio medioeval, por las que nunca había pasado un carro, y que no se prestaban a otro medio de locomoción que el asno o la mula.

Tenía la duquesa la flácida obesidad de una vejez que se resiste a la momificación, y sólo le era posible andar apoyándose en una caña de Indias con puño de oro, recuerdo de su difunto esposo el duque de Pontecorvo, mariscal de Napoleón III y héroe de la guerra de Italia contra los austríacos. A pesar de la hinchazón de sus piernas, se movía con cierta vivacidad juvenil, que delataba las impaciencias de un carácter inquieto y nervioso.


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Dominio público
23 págs. / 40 minutos / 48 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Puesta de Sol

Javier de Viana


Cuento


Sinforoso y Candelario, eran los dos peones más viejos de la Estancia. Debían ser zonzos los dos, porque ya empezaban a envejecer, en una vejez que atesoraba trabajos sin cuento, y seguían tan pobres como cuando, jóvenes ambos, entraron en el establecimiento para recojer la tropilla en las mañanas, encerrar en la tarde los terneros de lecheras y hacer mandados a toda hora.

Eran viejos ya, Candelario y Sinforoso.

Como sus existencias habían bostezado juntas, pegada una a la otra, se conocían de la cruz a la cola y no tenían nada que decirse. Sin embargo, todas las tardes, concluido el trabajo de aradores a que finalmente les habían destinado, se iban al galpón, avivaban el fuego, calentaban agua, verdeaban y charlaban.

¿Qué podrán decirse aquellos dos hombres? Nada. Pero hablaban, hablaban, diciendo «nada o, lo cual en ocasiones y para ciertas personas, resulta lo más difícil de decir. Ellos lo ejecutaban por hábito...


* * *


El galpón, largo de veinticinco metros, tenía al frente una arcada mirando al campo. Puerta no tenía. En el fondo se amontonaban los cueros de oveja y los cueros de vacuno, juntos con herramientas de labranza. Allá por el medio, el fogón. Junto al fogón, mateando, Sinforoso y Candelario, charlaban.

—Ta dura la tierra.

—A sigún ... pal bajo no'stá mala.

—Si no apuramo, va venir tarde la siembra.

—Pal cañadón va precisar tres fierros por qu’está plagao de abrojos.

—¿Y en el aito?... ¡La chinchilla d'asco!... ¿No está medio frión?. ..

—No, tuavía está güeno... ¡Pucha! ¡los bichos coloraos m'están comiendo!...

—Frieguesé con caña.

—Se m’acabao. Pue que mañana baya a la pulpería, ansina le doy tempranito un galope al pangaré, pa bajarle la panza. Ta medio pesao.

—Dejuro, de ocioso... Tengo ganas de firmarlo en la penca'e Palacios...


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 90 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Pues Señor...

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Érase que se era un hombre tan pobre que no tenía un céntimo, ni poseía cosa mejor que un traje todo girones, remiendos y corcusidos.

El hombre, por las mañanas, al levantarse del montón de heno que le servía de cama en lo hondo de una cueva, preguntábase invariablemente con inquietud de sobra justificada:

—¿Comeré hoy?...

Salía de la cueva é íbase á la ciudad, en donde se dedicaba á recitar con voz de hambriento, que es la voz más sombría y cascada que se conoce, romances, en los cuales se contaban maravillas de Eoldán, Gaiferos, Blancaflor, Merlín y Aladino: gente sí reunía el pobre hombre, que nunca faltan desocupados que con tales historias se queden boquiabiertos; lo que no reunía era un solo perro chico con que remediar su infelicísima suerte. Discurría socarronamente el concurro, que no debía necesitar de su auxilio quien se pasaba la vida entreteniéndole con tan fantásticas coplas, y Basilio —así se llamaba el malaventurado y parlante romancero— si quería comer tenía que mendigar las sobras de los hartos y blandos de corazón.

Parientes no se le conocían á Basilio, así como tampoco mujer alguna que con él compartiese su mísero destino.

Y no obstante, el mendigo, cada vez que recitaba en sus romances amores más ó menos extraordinarios, endulzaba la voz y en los ojos brillábale un deseo jamás confesado ni nunca satisfecho.

Si alguna pareja de novios se detenía en su corro, la miraba entre hosco y complaciente.

—¿Por qué no te casas? —hubo de preguntarle uno de tantos prójimos como en el mundo se desviven por averiguar lo que nada les importa.

—Eso no reza conmigo —replicó el hombre suspirando.

—¡Que! ¿No te gustan las mujeres?...

—¡Muchísimo!... —afirmó Basilio con vehemente sinceridad.

—Entonces...

—Yo no encontraré jamás una mujer que me quiera, porque jamás la he de buscar.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 41 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Puck de la Colina Pook

Rudyard Kipling


Cuento


CANCIÓN DE PUCK

¿Veis por ahí las sendas pisoteadas
que a través de los trigos aparecen?
Por ellas se arrastran los cañones
que a las naves del rey Felipe hundieron.

¿Y veis nuestro molino, tan pequeño,
que rechina y trabaja en el arroyo?
Muele su grano y paga su gabela
desde que se dictó el Domesday Book.

¿Veis nuestros silenciosos robledales
y las tremendas zanjas a su lado?
Allí fueron dispersos los sajones
cuando Harold caía en la batalla.

¿Y veis esas llanuras azotadas
por el viento, extendidas ante Rye?
Allí fue donde huyeron los normandos
cuando llegara Alfredo con sus naves.

¿Veis nuestros pastos solos y anchurosos,
donde los rojos bueyes ramonean?
Hubo allí una famosa ciudad, antes
que Londres se jactara de una casa.

¿Y veis, cuando ha llovido, los indicios
de un montículo, un foso, una muralla?
Un día allí acamparon las legiones
cuando César marchó para las Galias.

¿Y veis aparecer vestigios pálidos
en las colinas, cual si fuesen sombras?
Son las líneas que el hombre primitivo
marcó para defensa de sus pueblos.

Perdidos campos, pueblos y caminos;
marismas fueron lo que son hoy mieses;
antigua guerra, antigua paz y antiguas
artes, cesaron; y nació Inglaterra.

No es una tierra igual a la de todos,
ni aguas, ni bosques, ni siquiera brisas;
es la isla de Merlin, la isla de Gramarye,
donde nosotros dos vamos a ir.


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Protegido por copyright
203 págs. / 5 horas, 55 minutos / 157 visitas.

Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Puchero de Soldado

Ricardo Güiraldes


Cuento


El tren cruzaba una estancia poblada de vacas finas que, familiarizadas con el paso del gran lagarto férreo, pacían tranquilas.

Era un espectáculo harto conocido y conversábamos, indiferentes, de incidencias menores en nuestras vidas camperas.

El viejo don Juan miraba hacía un rato por la ventanilla y veía cosas muy distintas de las que hubiéramos podido ver nosotros.

Recuerdos. Y ¿qué recuerdos podía no tener ese hombre de setenta y cuatro años desde su juvenil participación en la guerra del Paraguay?

De pronto pensó en voz alta:

— Nosotros nos asombramos de la evolución a que hemos asistido en Buenos Aires...; es asombroso, en efecto, lo presenciado en adelantos y perfeccionamientos pero hay cosas increíbles en el pasado de un hombre viejo, y es como para pensar si uno no las ha visto en otra vida. Así, pues, miro esta estancia y pienso que tal vez sea un sueño lo que nos sucedió a un grupo de hombres en épocas diferentes de éstas, como lo son las cruzadas de los modernos días europeos.

— ¿Qué les sucedió? —preguntamos, más por deferencia que interés.

— Figúrense que el gobierno me había encargado de hacer una mensura poco tiempo después de la campaña del general Roca contra los salvajes. Como el trabajo presentaba peligros, mandé pedir unos soldados a mi amigo, y cuasi pariente, Napoleón Uriburu, que fue —se sabe— uno de los jefes expedicionarios.

Uriburu me envió quince hombres para completar una comitiva apta a medir tierra y defenderse por sus cabales del posible ataque pampa. Seríamos, pues, veinte entre todos, con numeroso convoy de carretas y animales. Trabajábamos sin descanso, y de noche, para mayor seguridad, hacíamos campamento rodeados por las carretas unidas con lazos.

Un hombre quedaba de centinela; no había cuidado que se durmiera. Los indios se presentaban de improviso, y a nadie sonreía morir sin vender el pellejo.


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Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 53 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Psiquis

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En el rosado horizonte del crepúsculo matutino brilla una gran estrella, la más clara de la mañana. Sus rayos tiemblan sobre el blanco muro, como si en él quisieran escribir lo que en miles de años ha visto en las diversas latitudes de nuestra inquieta Tierra.

Escucha una de sus historias:

—No hace mucho— para una estrella, «no hace mucho» significa lo mismo que «varios siglos» para nosotros, los hombres —, mis rayos acompañaban a un joven artista. Ocurría la cosa en los Estados Pontificios, en la ciudad de Roma. Al correr de los tiempos han cambiado allí muchas cosas, aunque no tan de prisa como pasa el hombre de la infancia a la vejez. El palacio de los Césares era, como hoy, una ruina; la higuera y el laurel crecían entre las derrumbadas columnas de mármol, y por encima de las destruidas termas, cuyas paredes conservaban aún sus estucos dorados. El Coliseo era otra ruina. Sonaban las campanas de las iglesias y, entre nubes de incienso, recorrían las calles procesiones con cirios y ricos palios. Era la ciudad de la Religión y del Arte.

Vivía a la sazón en Roma el más grande de los pintores del mundo: Rafael, y vivía también allí el primero de los escultores de su época: Miguel Ángel. El Papa los admiraba a los dos y los honraba con su visita; el Arte era reconocido, honrado y premiado. Sin embargo, no todo lo grande y valioso era visto y estimado.


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14 págs. / 25 minutos / 170 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Psicología del Intruso

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


El intruso para mí es el ser más misterioso de la creación. Cuando vi por la primera vez la osamenta gigantesca de un animal antediluviano, cuando leí las revelaciones que sobre los monstruos descubiertos en el fondo del océano por el príncipe de Mónaco hacían las revistas científicas, sufrí una sorpresa natural; pero luego olvidé esa novedad por otras, en la sucesión constante de preocupaciones que la vida nos ofrece. Pero el intruso me ha atraído siempre en forma permanente, y a pesar de los años no deja de preocuparme como en el primer día en que encontré uno. ¿Qué cosa es el intruso a punto fijo? ¿Es un hombre de buena o mala fe? ¿Sabe él mismo que es un intruso? Si lo sabe, ¿cómo insiste? ¿Con qué fin insiste? ¿La intrusión es un fenómeno físico o moral? ¿Es curable? Y, en fin, y para no abusar de las interrogaciones, la intrusión, ¿es consecuencia de excesivo orgullo y confianza en sí mismo o de timidez y desconfianza?

Y me hago esta última pregunta, porque el fenómeno contrario a la intrusión, es decir, el alejamiento de las personas, proviene en unos de orgullo y en otros de timidez. El arisco no va hacia los amigos o porque cree que deben buscarle o porque teme que su compañía no sea codiciable. No sería extraño que hubiera intrusos por soberbia y también por timidez.

Así como ocurre leyendo las memorias de los botánicos célebres, de los entomólogos, de los zoólogos, que cuando el sabio iba preocupado por la explicación de cierta planta extraña, del aguijón de un insecto o de las condiciones del estómago de un mamífero, se ha encontrado precisamente en ese momento con otra planta, con otro insecto u otro animal que le han contestado por inducción todas sus angustiosas interrogaciones; así me pasó con un intruso, hace muy pocos días, mientras viajaba hacia el sur.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 162 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Pseudolus

Plauto


Teatro, comedia


Personajes

PSÉUDOLO, esclavo de Simón.
CALIDORO, joven, hijo de Simón.
BALIÓN, rufián.
SIMÓN, viejo.
CALIFÓN, viejo, amigo de Simón.
HARPAX, criado de un militar.
CARINO, joven, amigo de Calidoro.
ESCLAVOS.
CORTESANAS.
UN JOVEN ESCLAVO DE BALIÓN. UN COCINERO.
SIMIA, sicofanta.

La acción transcurre en Atenas.

Argumento

Argumento I

Un militar le da a un rufián quince minas en mano y le deja una copia de su sello para que haga entrega de la joven Fenicio al que le traiga el resto del precio convenido. Al llegar un criado suyo le birla Pséudolo el sello, diciéndole que es Siro, un esclavo del rufián, prestando así un servicio a su joven amo, porque el rufián le entrega la joven a Simia, a quien había hecho pasar por Hárpax, criado del militar. Más tarde se presenta el verdadero Hárpax, y el viejo paga la suma que se había apostado con Pséudolo.

Argumento II

El joven Calidoro está perdidamente enamorado de la cortesana Fenicio, pero no tiene dinero. Un militar, que había comprado a la misma joven por veinte minas, entrega quince y deja a su amiga en casa del rufián, y también una copia de su sello, para que el que trajera un sello igual que aquél y pagara el resto del precio convenido, se llevara consigo a la joven. Se presenta después un sirviente del militar, que había sido enviado por éste para recoger a su amiga. Pséudolo, el esclavo del joven enamorado, engaña a Hárpax, criado del militar, haciéndose pasar por el mayordomo del rufián. Le birla el sello, y a uno que hace pasar por Hárpax le entrega cinco minas que le habían prestado. El falso Hárpax engaña al rufián. La joven queda en poder de Calidoro, y Pséudolo recibe un jarro de vino.


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Protegido por copyright
58 págs. / 1 hora, 43 minutos / 403 visitas.

Publicado el 14 de marzo de 2018 por Edu Robsy.

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